jueves, 26 de mayo de 2016

No se nace Mujer




Por Monique Wittig.


Cuando se analiza la opresión de las mujeres con un enfoque materialista y feminista, se destruye la idea de que las mujeres son un grupo natural, es decir, “un grupo racial de un tipo especial: un grupo concebido como natural\un grupo de hombres considerado como materialmente específicos en sus cuerpos”. Lo que el análisis consigue al nivel de las ideas, la práctica lo hace efectivo en el nivel de los hechos: por su sola existencia una sociedad lesbiana destruye el hecho artificial (social) que constituye a las mujeres como un “grupo natural”. Una sociedad lesbiana revela pragmáticamente que esa separación de los hombres de que las mujeres han sido objeto, es política y muestra que hemos sido ideológicamente reconstruidas como un “grupo natural”. En el caso de las mujeres, la ideología llega lejos, ya que nuestros cuerpos, así como nuestras mentes, son el producto de esta manipulación. En nuestras mentes y en nuestros cuerpos se nos hace corresponder, rasgo a rasgo, con la idea de naturaleza que ha sido establecida para nosotras. Somos manipuladas hasta tal punto que nuestro cuerpo deformado es lo que ellos llaman “natural”, lo que supuestamente existía antes de la opresión; tan manipuladas que finalmente la opresión parece ser una consecuencia de esta “naturaleza” que está dentro de nosotras mismas (una naturaleza que es solamente una idea). Lo que un análisis materialista hace por medio del razonamiento, una sociedad lesbiana lo realiza de hecho: no sólo no existe el grupo natural «mujeres» (nosotras las lesbianas somos la prueba de ello), sino que, como individuos, también cuestionamos “la-mujer”, algo que, para nosotras —como para Simone de Beauvoir— es sólo un mito. Ella afirmó: “no se nace mujer, se llega a serlo. No hay ningún destino biológico, psicológico o económico que determine el papel que las mujeres representan en la sociedad: es la civilización como un todo la que produce esa criatura intermedia entre macho y eunuco, que se califica como femenina”.

Sin embargo, la mayoría de las feministas y de las lesbianas/feministas en Norteamérica y en otros lugares aún consideran que la base de la opresión de las mujeres es biológica e histórica. Algunas de ellas pretenden encontrar sus raíces en Simone de Beauvoir. La creencia en un derecho materno y en una “prehistoria” en la que las mujeres habrían creado la civilización (a causa de una predisposición biológica), mientras que el hombre brutal y tosco se limitaría a ir de caza (a causa de una predisposición biológica), es simétrica a la interpretación biologizante de la historia que ha sido hecha, hasta hoy, por la clase de los hombres. Es el mismo método que consiste en buscar en los hombres y en las mujeres una razón biológica para explicar su división, excluyendo los hechos sociales. Para mí, esto no podrá constituir nunca un punto de partida para un análisis lesbiano de la opresión de las mujeres, porque se presupone que la base o el origen de la sociedad humana está fundamentado necesariamente en la heterosexualidad. El matriarcado no es menos heterosexual que el patriarcado: sólo cambia el sexo del opresor. Además, esta concepción no sólo sigue asumiendo las categorías del sexo (mujer y hombre), sino que mantiene la idea de que la capacidad de dar a luz (o sea, la biología) es lo único que define a una mujer. Y, aunque en una sociedad lesbiana los hechos y las formas de vida contradigan esta teoría, hay lesbianas que afirman que “las mujeres y los hombres pertenecen a razas o especies (las dos palabras se utilizan de forma intercambiable) distintas: los hombres son biológicamente inferiores a las mujeres; la violencia de los hombres es un fenómeno biológico inevitable”. Al hacer esto, al admitir que hay una división “natural” entre mujeres y hombres, naturalizamos la historia, asumimos que “hombres” y “mujeres” siempre han existido y siempre existirán. No sólo naturalizamos la historia sino que también, en consecuencia, naturalizamos los fenómenos sociales que manifiestan nuestra opresión, haciendo imposible cualquier cambio. Por ejemplo, no se considera el embarazo como una producción forzada, sino como un proceso “natural”, “biológico”, olvidando que en nuestras sociedades la natalidad es planificada (demografía), olvidando que nosotras mismas somos programadas para producir niños, aunque es la única actividad social, “con la excepción de la guerra”, que implica tanto peligro de muerte. Mientras seamos “incapaces de abandonar, por voluntad o espontáneamente, la obligación secular de procrear que las mujeres asumen como el acto creador femenino”, el control sobre esa producción de niños significará mucho más que el simple control de los medios materiales de dicha producción. Para lograr este control las mujeres tendrán que abstraerse de la definición “la-mujer” que les es impuesta.

Un análisis feminista materialista muestra que lo que nosotras consideramos causa y origen de la opresión, es solamente la “marca” que el opresor impone sobre los oprimidos: el “mito de la mujer”, con sus manifestaciones y efectos materiales en las conciencias y en los cuerpos apropiados de las mujeres. La marca no preexiste a la opresión: Colette Guillaumin ha demostrado que, antes de la realidad socio-económica de la esclavitud negra, el concepto de la raza no existía, o por lo menos, no tenía su significado moderno, pues designaba el linaje de las familias. Sin embargo, hoy, nociones como raza y sexo son entendidas como un “dato inmediato”, “sensible”, un conjunto de “características físicas”, que pertenecen a un orden natural. Pero, lo que creemos que es una percepción directa y física, no es más que una construcción sofisticada y mítica, una “formación imaginaria” que reinterpreta rasgos físicos (en sí mismos tan neutrales como cualquier otro, pero marcados por el sistema social) por medio de la red de relaciones con que se los percibe. (Ellas son vistas como negras, por eso son negras; ellas son vistas como mujeres, por eso son mujeres. No obstante, antes de que sean vistas de esa manera, ellas tuvieron que ser hechas de esa manera.) Tener una conciencia lesbiana supone no olvidar nunca hasta qué punto ser “la-mujer” era para nosotras algo “contra natura”, algo limitador, totalmente opresivo y destructivo en los viejos tiempos anteriores al movimiento de liberación de las mujeres. Era una constricción política y aquellas que resistían eran acusadas de no ser “verdaderas” mujeres. Pero entonces estábamos orgullosas de ello, porque en la acusación había ya como una sombra de triunfo: el reconocimiento, por el opresor, de que “mujer” no es un concepto tan simple, porque para ser una, era necesario ser una “verdadera”. Al mismo tiempo, éramos acusadas de querer ser hombres. Hoy, esta doble acusación ha sido retomada con entusiasmo en el contexto del movimiento de liberación de las mujeres, por algunas feministas y también, por desgracia, por algunas lesbianas cuyo objetivo político parece ser volverse cada vez más “femeninas”. Pero negarse a ser una mujer, sin embargo, no significa tener que ser un hombre. Además, si tomamos como ejemplo la perfecta “butch” —el ejemplo clásico que provoca más horror, a quien Proust llamó mujer/hombre—, ¿en qué difiere su enajenación de la de alguien que quiere volverse mujer? Tal para cual. Por lo menos, para una mujer, querer ser un hombre significa que ha escapado a su programación inicial. Pero, aunque lo deseara con todas sus fuerzas, no podría llegar a ser un hombre, porque eso le exigiría no sólo tener una apariencia externa de hombre, sino también tener una conciencia de hombre, o sea, la conciencia de alguien que dispone, por derecho, de dos —si no más— esclavos “naturales” durante su vida. Esto es imposible, y una característica de la opresión de las lesbianas consiste, precisamente, en que colocamos a las mujeres fuera de nuestro alcance, ya que las mujeres pertenecen a los hombres. Así, una lesbiana debe ser cualquier otra cosa, una no-mujer, un no-hombre, un producto de la sociedad y no de la “naturaleza”, porque no hay “naturaleza” en la sociedad.

Rechazar convertirse en heterosexual (o mantenerse como tal) ha significado siempre, conscientemente o no, negarse a convertirse en una mujer, o en un hombre. Para una lesbiana esto va más lejos que el mero rechazo del papel de “mujer”. Es el rechazo del poder económico, ideológico y político de un hombre. Esto, nosotras las lesbianas, y también muchas que no lo eran, ya lo sabíamos antes del inicio de los movimientos feministas y lésbicos. Sin embargo, como señala Andrea Dworkin, muchas lesbianas recientemente “intentaron cada vez más transformar la propia ideología que nos esclavizó en una celebración dinámica, religiosa, psicológicamente coercitiva del potencial biológico femenino”. De este modo, algunas tendencias de los movimientos feminista y lésbico conducen de nuevo al mito de la mujer que había sido creado especialmente para nosotras por los hombres, y con él volvemos a caer otra vez en un grupo natural. Nos levantamos para luchar por una sociedad sin sexos; ahora nos encontramos presas en la trampa familiar de que “ser mujer es maravilloso”. Simone de Beauvoir subrayó precisamente la falsa conciencia que consiste en seleccionar de entre las características del mito (que las mujeres son diferentes de los hombres) aquellas que parecen agradables, y utilizarlas para definir a las mujeres. Utilizar eso de que “es maravilloso ser mujer”, supone asumir, para definir a las mujeres, los mejores rasgos (¿mejores respecto a quién?) que la opresión nos ha asignado, y supone no cuestionar radicalmente las categorías “hombre” y “mujer”, que son categorías políticas (y no datos naturales). Esto nos emplaza a luchar dentro de la clase “mujeres”, no como hacen las otras clases, por la desaparición de nuestra clase, sino por la defensa de la “mujer” y su fortalecimiento. Ello nos conduce a desarrollar con complacencia “nuevas” teorías sobre nuestra especificidad: así, llamamos a nuestra pasividad “no-violencia”, cuando nuestra lucha más importante y emergente es combatir nuestra pasividad (nuestro miedo, que está justificado). La ambigüedad de la palabra “feminista” resume toda la situación. ¿Qué significa “feminista”? Feminismo contiene la palabra “fémina” (“mujer”), y significa: alguien que lucha por las mujeres. Para muchas de nosotras, significa alguien que lucha por las mujeres como clase y por la desaparición de esta clase. Para muchas otras, esto quiere decir alguien que lucha por la mujer y por su defensa —por el mito, por tanto, y su fortalecimiento.

Pero, ¿por qué ha sido escogida la palabra “feminista” si es tan ambigua? Elegimos llamarnos “feministas” hace diez años, no para apoyar o fortalecer el mito de la mujer, ni para identificarnos con la definición que el opresor hace de nosotras, sino para afirmar que nuestro movimiento tiene una historia y para subrayar el lazo político con el primer movimiento feminista.

Es este movimiento lo que hay que poner en cuestión, por el significado que ha dado a la palabra feminismo. El feminismo del siglo pasado nunca fue capaz de solucionar sus contradicciones en asuntos como naturaleza/cultura, mujer/sociedad. Las mujeres empezaron a luchar por sí mismas como un grupo y consideraron acertadamente que compartían aspectos de opresión comunes. Pero, para ellas, estos aspectos eran más bien naturales y biológicos, y no rasgos sociales. Llegaron hasta el punto de adoptar la teoría darwinista de la evolución. No creían, como Darwin, “que las mujeres estaban menos evolucionadas que los hombres, pero sí creían que la naturaleza tanto de los hombres como de las mujeres habían divergido en el curso del proceso evolutivo y que la sociedad en general reflejaba esta polarización”. El fracaso del primer feminismo proviene de que solamente atacaron la idea darwinista de la inferioridad de la mujer, pero aceptaron los fundamentos de esta idea, o sea, la visión de la mujer como "única". Y, finalmente, fueron las mujeres universitarias —y no las feministas— quienes acabaron científicamente con esta teoría. Las primeras feministas no lograron mirar hacia la historia como un proceso dinámico que se desarrolla por conflictos de intereses. Ellas aún creían, como los hombres, que la causa (origen) de su opresión se encontraba en ellas. Y, por eso, después de algunos triunfos increíbles, las feministas de esta primera ola se encontraron frente a un callejón sin salida, sin razones para continuar luchando. Ellas sustentaban el principio ilógico de la “igualdad en la diferencia”, una idea que hoy está renaciendo. Cayeron en la trampa que hoy nos amenaza otra vez: el mito de “la-mujer”.

Es nuestra tarea histórica, y sólo nuestra, definir en términos materialistas lo que llamamos opresión, analizar a las mujeres como clase, lo que equivale a decir que la categoría “mujer” y la categoría “hombre”, son categorías políticas y económicas y que, por tanto, no son eternas. Nuestra lucha intenta hacer desaparecer a los hombres como clase, no con un genocidio, sino con una lucha política. Cuando la clase de los “hombres” haya desaparecido, las mujeres como clase desaparecerán también, porque no habrá esclavos sin amos. Nuestra primera tarea, me parece, es siempre tratar de distinguir cuidadosamente entre las “mujeres” (la clase dentro de la cual luchamos) y “la-mujer”, el mito. Porque la “mujer” no existe para nosotras: es solo una formación imaginaria, mientras que las “mujeres” son el producto de una relación social. Hemos sentido esto claramente cuando rechazábamos que nos llamaran “movimiento de liberación de la mujer”. Más aún, tenemos que destruir el mito dentro y fuera de nosotras. La “mujer” no es cada una de nosotras, sino una construcción política e ideológica que niega a “las mujeres” (el producto de una relación de explotación). “La-mujer” existe para confundirnos, para ocultar la realidad de “las mujeres”. Para llegar a ser una clase, para tener una conciencia de clase, tenemos primero que matar el mito de la-mujer, incluyendo sus rasgos más seductores (pienso en Virginia Wolf cuando decía que la primera tarea de una mujer escritora es “matar al ángel del hogar”). Pero constituirse en clase no significa que debamos suprimirnos como individuos. Y ya que ningún individuo puede ser reducido a su opresión, nos vemos también confrontadas con la necesidad histórica de constituirnos como sujetos individuales de nuestra historia. Creo que ésta es la razón por la que están proliferando ahora todas estas tentativas de dar nuevas definiciones a la-mujer. Lo que está en juego (y no sólo para las mujeres) es una definición del individuo, así como una definición de clase. Porque, cuando se admite la opresión, se necesita saber y experimentar el hecho de que una puede constituirse en sujeto (como lo contrario a un objeto de opresión), que una puede convertirse en alguien a pesar de la opresión, que una tiene su propia identidad. No hay lucha posible para alguien privado de una identidad; carece de una motivación interna para luchar, porque, aunque yo sólo puedo luchar con otros, primero lucho para mí misma.

La cuestión del sujeto individual ha sido históricamente una cuestión difícil. El marxismo, último avatar del materialismo, la ciencia que nos formó políticamente, no quiere saber nada sobre el “sujeto”. El marxismo rechazó el sujeto trascendental, la “pura” conciencia, el sujeto “en sí” como constitutivo del conocimiento. Todo lo que piensa “en sí”, previamente a cualquier experiencia, acabó en la basura de la historia; todo lo que pretendía existir por encima de la materia, antes de la materia, necesitaba un Dios, un espíritu, o un alma para existir. Esto se llama idealismo. En cuanto a los individuos, ellos son sólo el producto de relaciones sociales y, por eso, su conciencia solamente puede estar “alienada”. (Marx, en La ideología alemana, dice, precisamente, que los individuos de la clase dominante también están alienados, aun siendo ellos mismos los productores directos de las ideas que alienan a las clases oprimidas por ellos. Pero, como sacan obvias ventajas de su propia alienación, pueden soportarla sin mucho sufrimiento). La conciencia de clase existe, pero es una conciencia que no se refiere a un sujeto particular, salvo cuando participa de las condiciones generales de explotación al mismo tiempo que los otros sujetos de su clase, que comparten todos la misma conciencia. En cuanto a los problemas prácticos de clase —aparte de los problemas tradicionalmente definidos como de clase— que uno puede encontrar (por ejemplo, los problemas llamados sexuales), fueron considerados problemas “burgueses” que desaparecerían con el triunfo final de la lucha de clases. “Individualista”, “subjetivista”, “pequeñoburgués”, éstas fueron las etiquetas que se aplicaban a cualquier persona que expresara problemas que no podían reducirse a los de la “lucha de clases” propiamente dicha. El marxismo ha negado a los integrantes de las clases oprimidas el atributo de sujetos. Al hacer esto, el marxismo, a causa del poder político e ideológico que esta “ciencia revolucionaria” tuvo inmediatamente sobre el movimiento obrero y los otros grupos políticos, ha impedido a todas las categorías de las personas oprimidas que se constituyan históricamente como sujetos (como sujetos de sus luchas, por ejemplo). Esto significa que las “masas” no luchaban por ellas mismas sino por el partido o sus organizaciones. Y cuando una transformación económica tuvo lugar (fin de la propiedad privada, constitución del estado socialista), ningún cambio revolucionario tuvo lugar en la nueva sociedad, porque las propias personas no habían cambiado. Para las mujeres, el marxismo tuvo dos consecuencias. Les hizo imposible tomar conciencia de que eran una clase y por lo tanto les impidió constituirse como clase durante mucho tiempo, dejando la relación “mujeres/hombres” fuera del orden social, haciendo de ella una relación “natural” —sin duda, la única relación vista de esta manera por los marxistas, junto con la relación entre mujeres e hijos—, y ocultando finalmente el conflicto de clase entre hombres y mujeres tras una división natural del trabajo (La ideología alemana). Esto en lo referente al nivel teórico (ideológico). En la práctica, Lenin, partido, todos los partidos comunistas hasta hoy, incluyendo a todos los grupos políticos más radicales, han reaccionado siempre contra cualquier tentativa de las mujeres de reflexionar y formar grupos basados en su propio problema de clase, con acusaciones de divisionismo. Al unirnos, nosotras, las mujeres, dividimos la fuerza del pueblo. Esto significa que, para los marxistas, las mujeres pertenecen ya sea a la clase burguesa o a la clase obrera, o en otras palabras, a los hombres de esas clases. Más aún, la teoría marxista no permite a las mujeres, como a otras clases de personas oprimidas, que se constituyan en sujetos históricos, porque el marxismo no tiene en cuenta que una clase también consiste en individuos, uno por uno. La conciencia de clase no es suficiente. Tenemos que intentar entender filosóficamente (políticamente) estos conceptos de “sujeto” y “conciencia de clase” y cómo funcionan en relación con nuestra historia. Cuando descubrimos que las mujeres son objeto de opresión y apropiación, en el momento exacto en que somos capaces de reconocer esto, nos convertimos en sujetos en el sentido de sujetos cognitivos, por medio de una operación de abstracción. La conciencia de la opresión no es sólo una reacción (una lucha) contra la opresión: supone también una total reevaluación conceptual del mundo social, su total reorganización con nuevos conceptos, desarrollados desde el punto de vista de la opresión. Es lo que yo llamaría la ciencia de la opresión, creada por los oprimidos. Esta operación de entender la realidad tiene que ser emprendida por cada una de nosotras: llamémosla una práctica subjetiva, cognitiva. Este movimiento de ida y vuelta entre los dos niveles de la realidad (la realidad conceptual y la realidad material de la opresión, que son, ambas, realidades sociales) se logra a través del lenguaje.

Somos nosotras quienes históricamente tenemos que realizar esa tarea de definir lo que es un sujeto individual en términos materialistas. Seguramente esto parece una imposibilidad, porque el materialismo y la subjetividad siempre han sido recíprocamente excluyentes. Lejos de desesperarnos por no entenderlo, tenemos que comprender así el abandono por muchas de nosotras del mito de “la-mujer” (que es sólo un espejismo que nos distrae en nuestro camino); ello se explica por esta necesidad que tiene cada ser humano de existir como individuo, y también como miembro de una clase. Esta es tal vez la primera condición para que se consume la revolución que deseamos, sin la cual no hay lucha real o transformación. Pero, paralelamente, sin clase ni conciencia de clase no hay verdaderos sujetos, solamente individuos alienados. Para las mujeres, responder a la cuestión del sujeto individual en términos materialistas consiste, en primer lugar, en mostrar, como lo hicieron las feministas y las lesbianas, que los problemas supuestamente subjetivos, “individuales” y “privados” son, de hecho, problemas sociales, problemas de clase; que la sexualidad no es, para las mujeres, una expresión individual y subjetiva, sino una institución social violenta. Pero una vez que hayamos mostrado que todos nuestros problemas supuestamente personales son, de hecho, problemas de clase, aún nos quedará responder al problema del sujeto de cada mujer, tomada aisladamente; no el mito, sino cada una de nosotras. En este punto, creo que sólo mas allá de las categorías de sexo (mujer y hombre) puede encontrarse una nueva y subjetiva definición de la persona y del sujeto para toda la humanidad, y que el surgimiento de sujetos individuales exige destruir primero las categorías de sexo, eliminando su uso, y rechazando todas las ciencias que aún las utilizan como sus fundamentos (prácticamente todas las ciencias humanas).

Pero destruir “la-mujer” no significa que nuestro propósito sea la destrucción física del lesbianismo simultáneamente con las categorías de sexo, porque el lesbianismo ofrece, de momento, la única forma social en la cual podemos vivir libremente. Además, lesbiana es el único concepto que conozco que está mas allá de las categorías de sexo (mujer y hombre), pues el sujeto designado (lesbiana) no es una mujer ni económicamente, ni políticamente, ni ideológicamente. Lo que constituye a una mujer es una relación social específica con un hombre, una relación que hemos llamado servidumbre, una relación que implica obligaciones personales y físicas y también económicas (“asignación de residencia”, trabajos domésticos, deberes conyugales, producción ilimitada de hijos, etc.), una relación de la cual las lesbianas escapan cuando rechazan volverse o seguir siendo heterosexuales. Somos desertoras de nuestra clase, como lo eran los esclavos americanos fugitivos cuando se escapaban de la esclavitud y se volvían libres. Para nosotras, ésta es una necesidad absoluta; nuestra supervivencia exige que nos dediquemos con todas nuestras fuerzas a destruir esa clase —las mujeres— con la cual los hombres se apropian de las mujeres. Y esto sólo puede lograrse por medio de la destrucción de la heterosexualidad como un sistema social basado en la opresión de las mujeres por los hombres, un sistema que produce el cuerpo de doctrinas de la diferencia entre los sexos para justificar esta opresión.



(*) 'No se nace Mujer' es el segundo texto de la colección  "El pensamiento heterosexual y otros ensayos" (1992).