Por Emma Goldman.
Estados Unidos, 1910. (Texto
incluido en la compilación “Anarquismo y otros ensayos”)
Nuestros reformistas
hicieron de repente un gran descubrimiento: la trata de blancas. Los diarios se
llenaron de exclamaciones y hablaron de cosas nunca vistas e increíbles, y los
fabricantes de leyes se prepararon para proyectar un haz de leyes nuevas a fin
de contrarrestar esos horrores.
Es altamente significativo
este hecho toda vez que a la pública opinión se le presenta, como si fuera una
distracción más, unos de estos males sociales, enseguida se inaugura una
cruzada contra la inmoralidad, contra el juego de azar, las salas de bailes,
etc. ¿Y cuáles son los resultados de semejantes campañas aparentemente
moralizadoras? El juego aumenta cada vez más, las salas funcionan
clandestinamente a la luz del día, la prostitución se encuentra siempre al
mismo nivel y el sistema de vida de los proxenetas y sus similares se vuelve un
poco más precario.
¿Cómo puede ser que esta
institución, conocida hasta por los niños de teta, haya sido descubierta
recientemente? ¿Qué es, después de todo, este gran mal social, -reconocido por
todos los sociólogos- para que dé lugar a tanto ruido y a tanta alharaca la
publicación de todas esas informaciones?
Resumiendo las recientes
investigaciones sobre la trata de blancas -por lo pronto muy superficiales-
nada de nuevo se descubrió. La prostitución ha sido y es una plaga sumamente
extendida, y asimismo la humanidad continuó hasta ahora imbuida en sus asuntos,
indiferente a los sufrimientos y a la desventura de las víctimas de ese tráfico
infame; tan indiferente como lo fue ante nuestro sistema industrial, o ante la
prostitución económica.
Solamente cuando el humano
dolor se convierte en una diversión, en una especie de juguete de brillantes
colores, el niño que es el pueblo se interesa por él, siquiera un tiempo
determinado; el pueblo es un niño de carácter veleidoso; todos los días quiere un
juguete nuevo. Y el desaforado grito contra la trata de blancas, es
precisamente eso. Le servirá para divertirle durante un tiempo y también dará
lugar a que se instituya una serie de puestos públicos, unos cuantos parásitos
más, que se pasearán por ahí, como detectives, inspectores, miembros
investigadores, etc.
¿Cuál es la verdadera causa
que origina el tráfico de la mujer, no solamente de la blanca, sino de la negra
y la amarilla? Naturalmente es la explotación, que engorda el fatídico Moloch
del capitalismo con una labor pagada a un misérrimo precio, lo que empuja a
miles de jóvenes mujeres, muchachas y niñas de poca edad hacia el pozo sin
fondo del comercio del lenocinio. Es que todas ellas sienten y opinan como la
Sra. Warren: ¿para qué agotar la existencia por la paga de algunos chelines
semanales en un obrador de modista, etc., durante diez, once horas por día?
Es lógico esperar que
nuestros reformistas no dirán nada acerca de esta causa fundamental. Comprenden
demasiado que son verdades que rinden poco. Es más provechoso desempeñar el
papel del fariseo, esgrimir el pretexto de la moral ultrajada, que descender al
fondo de las cosas.
Sin embargo, hay una
recomendable excepción entre los jóvenes escritores: Reginald Wright Kauffmong,
cuyo trabajo The House of Bondage es uno de los primeros y
serios esfuerzos para estudiar este mal social, no desde el punto de vista
sentimental del filisteísmo burgués. Periodista de vasta experiencia, demuestra
que nuestro sistema industrial no ofrece a muchas mujeres otras alternativas
que las de la prostitución. La heroína femenina que se retrata en The
House of Bondage, pertenece a la clase trabajadora. Si el autor hubiese
pintado la vida de una mujer de otra esfera, se habría hallado con idéntico
asunto y estado de cosas.
En ninguna parte se trata a
la mujer de acuerdo al mérito de su trabajo; por eso, ese procedimiento es
todavía más flagrantemente injusto. Es imperiosamente inevitable que pague su
derecho a existir, a ocupar una posición cualquiera mediante el favor sexual.
No es más que una cuestión de gradaciones que se venda a un hombre, casándose,
o a varios. Que nuestros reformistas lo admitan o no, la inferioridad social y
económica de la mujer, es directamente responsable de su prostitución.
Justamente en estos días la
buena gente se asombró de ciertas informaciones, donde se demostraba que
solamente en Nueva York, de diez mujeres que trabajaban en fábricas, nueve
percibían un salario de seis dólares semanales por 48 horas de trabajo, y la
mayoría de ellas debían afrontar varios meses de desocupación; lo que en total
representaba una suma anual de 280 dólares. Ante estas horribles condiciones
económicas, ¿hay motivo de asombro al constatar que la prostitución y la trata
de blancas se hayan convertido en un factor tan predominante?
Si las precedentes cifras
pueden ser consideradas exageradas, no estará de más escuchar lo que opinan
algunas autoridades en materia de prostitución:
Las múltiples causas de la
creciente depravación de la mujer se hallan en los cuadros estadísticos,
indicando la trayectoria de los empleos ocupados, sus remuneraciones antes de
que se produjera su caída; entonces se dará la oportunidad para que el
economista político decida si la mera consideración de los negocios es una
suficiente disculpa para el patrono que disminuye el nivel general de los
jornales obreros o si bien aumentándolos en un pequeño porcentaje, los
contrabalancea, por la enorme suma de tasas y ex-acciones impuestas al público
sobre los gastos que éste hace al adentrarse -para su satisfacción- en la vasta
maquinación de los vicios, la cual es un resultado directo, la mayoría de las
veces, de una insuficiente retribución del trabajo honesto.(Dr. Sanger, La Historia de la Prostitución).
Nuestros actuales
reformistas podrían muy bien enterarse del libro del Dr. Sanger. Entre 2,000
casos observados por él, son raros los que proceden de la clase media, de un
hogar en prósperas condiciones. La gran mayoría salen de las clases humildes y
son, por lo general, muchachas y mujeres trabajadoras; algunas caen en la
prostitución a causa de necesidades apremiantes; otras debido a una existencia
cruel de continuo sufrimiento en el seno de su familia, y otras debido a
deformaciones físicas y morales (de las que hablaré después). También para edificación
de puritanos y de moralistas, había entre esos dos mil casos, cuatrocientas
mujeres casadas que vivían con sus maridos. ¡Es evidente que no existía mucha
garantía de la pureza de ellas en la santidad del matrimonio!
El Dr. Blaschko en Prostitution
in the Nineteenth Century, hace resaltar más aún que las condiciones
económicas son los más poderosos factores de la prostitución.
Aunque la prostitución
existió en todas las edades, es el siglo XIX el que mantiene la prerrogativa de
haberla desarrollado en una gigantesca institución social. El desenvolvimiento
de esta industria con la vasta masa de personas que compiten mutuamente en este
mercado de compra y venta, la creciente congestión de las grandes ciudades, la
inseguridad de encontrar trabajo, dio un impulso a la prostitución que nunca
pudo ser soñado siquiera en periodo alguno de la historia humana.
Otra vez Havelock Ellis,
aunque no se incline absolutamente hacia las causas económicas, se halla empero
obligado a admitir que directa o indirectamente éstas vienen a ser uno de los
tantos motivos, y de los principales. Encuentra, pues, que un gran porcentaje
de prostitutas se reclutan entre las sirvientas, no obstante sufrir menos
necesidades. Pero el autor no niega que la diaria rutina, la monotonía de sus
existencias de servidumbre, sin poder compartir nunca las alegrías de un hogar
propio, sea también causa preponderante que las obliga a buscar el recreo y el
olvido en la vida de los ficticios placeres de la prostitución. En otras
palabras, la muchacha que es sirvienta no posee nunca el derecho de
pertenecerse a sí misma; maltratada y fatigada por los caprichos de su ama, no
puede encontrar otro desahogo que el de prostituirse un día u otro, lo mismo
que la muchacha de la fábrica y de la tienda.
La faz más divertida de esta
cuestión que acaba de hacerse pública, es la superabundante indignación de
nuestras buenas y respetables personas, y especialmente de algunos caballeros
cristianos, quienes siempre encabezan esta suerte de cruzadas y también otras que
surjan de cualquier parte o por cualquier motivo. ¿Es que ellos ignoran
completamente la historia de las religiones y particularmente de la cristiana?
¿Por qué razones deberían gritar contra la infortunada víctima de hoy, desde
que es conocido por los estudiosos de alguna inteligencia que el origen de la
prostitución es, precisamente, religioso, lo que la mantuvo y la desarrolló por
varios siglos, no como una vergüenza, sino como digna de ser coronada por el
mismo dios?
Parece que el origen de la
prostitución se remonta a ciertas costumbres religiosas, siendo la religión la
gran conservadora de las tradiciones sociales, la preservó en forma de libertad
necesaria y poco a poco pasó a la vida de las sociedades. Uno de los ejemplos
típicos lo recuerda Herodoto; quinientos años antes de Cristo, en el templo
Mylitta, consagrado a la Venus babilónica, se establecía que toda mujer que
llegase a edad adulta había de entregarse al primer extraño que le arrojase un
cobre en la falda como signo de adoración a la diosa. Las mismas costumbres
existían en el oriente de Asia, en el norte de África, en Chipre, en las islas
del Mediterráneo, y también en Grecia, donde el templo de Afrodita en Corinto
poseía más de mil sacerdotisas dedicadas a su servicio.
El hecho que la prostitución
religiosa se convirtiese en ley general, apoyada en la creencia que la
actividad genésica de los seres humanos poseía una misteriosa y sagrada
influencia para promover la fertilidad de la naturaleza, es sostenido por todos
los escritores de reconocida autoridad en la materia. Gradualmente y cuando la
prostitución llegó a ser una institución organizada bajo la influencia del
clero, se desarrolló entonces en sentido utilitario, coadyuvando así a las
rentas públicas.
El Cristianismo, al escalar
el poder político cambió poco semejante estado de cosas de la prostitución. Los
meretricios bajo la protección de las municipalidades se encontraban ya en el
siglo XIII. Los principales jefes de la Iglesia los toleraron. Constituían esas
casas de lenocinio una especie de servicio público, cuyos dirigentes eran
considerados como empleados públicos. (Havelock
Ellis, Sex and Society).
A todo esto débese agregar
lo que escribe el Dr. Sanger en su libro citado anteriormente:
El papa Clemente II, dio a
la publicidad una bula diciendo que se debía tolerar a las prostitutas, porque
pagaban cierto porcentaje de sus ganancias a la Iglesia.
El papa Sixto IV fue más
práctico; por un solo meretricio que él mismo mandó construir, recibía una
entrada de 20,000 ducados.
En los tiempos modernos la
Iglesia se cuida más, respecto a este asunto. Por lo menos abiertamente no
fomenta el comercio del lenocinio. Encuentra mucho más provechoso constituirse
en un poder casi estatal, por ejemplo la Iglesia de la Santísima Trinidad, y
alquilar a precios exorbitantes las reliquias de un muerto a los que viven de
la prostitución.
Aunque desearía mucho
extenderme sobre la prostitución de Egipto, de Grecia, de Roma y de la que
existió durante la edad media, el espacio no me lo permite. Las condiciones de
este último periodo son particularmente interesantes, ya que el lenocinio se
organizó en guildas -asociaciones gremiales- presidido por el rey de un
meretricio. Estas corporaciones empleaban la huelga como medio de mantener
inalterable sus precios. Por cierto es algo mucho más práctico que el usado por
los explotadores modernos de ese mismo tráfico.
Pero sería demasiado parcial
y superficial por nuestra parte, sostener que el factor económico es la única
causa de la prostitución. Hay otros no menos importantes y vitales. Los mismos
reformistas los reconocen, mas no se atreven a discutirlos, ni hacerlos
públicos, y menos aumentar esa cuestión, que es la savia de la verdadera vida
del hombre y de la mujer. Me refiero al tema sexual, cuya sola mención produce
ataques espasmódicos en la mayoría de las personas.
Se concede que una mujer es
criada más para la función sexual que para otra cosa; no obstante se la
mantiene en la más absoluta ignorancia sobre su preponderante importancia. Cualquier cosa que ataña a este asunto se le suprime con aspaviento, y la
persona que intentara llevar la luz a estas espesas tinieblas, sería procesada
y arrojada a la cárcel. Sin embargo, sigue siendo incontrovertible que mientras
se continúe en la creencia que una joven no debe aprender a cuidarse a sí
misma, ni debe saber nada acerca de la más importante función de su vida, no
tiene que sorprendernos que llegue a ser fácil presa de la prostitución, o de
otra forma de relaciones, que la reducen a convertirse en un mero instrumento
sexual.
A esta criminal ignorancia
se debe que la entera existencia de una joven resulte deformada y estropeada.
Desde hace tiempo la gente se halla convencida que un muchacho, en su
adolescencia, sólo responde al llamado de su naturaleza, es decir, tan pronto
como despierta a la vida sexual puede satisfacerla; pero nuestros moralista se
escandalizarían al sólo pensar que una muchacha de esa edad hiciese lo mismo.
Para el moralista la prostitución no consiste tanto en el hecho que una mujer
venda su cuerpo, sino en que lo venda al margen del hogar, del matrimonio. Este
argumento no as muy infundado, ya que lo prueban la cantidad de casamientos por
conveniencias monetarias, legalizados, santificados por la ley y la opinión
pública; mientras que cualquier otra unión, aun siendo más desinteresada y
espontánea, será considerada ilegítima, y por ende condenada y repudiada. Y eso
que la prostitución, definida con propiedad, no significa otra cosa que la
subordinación de las relaciones sexuales a la ganancia. (Guyot, La
Prostitución).
Son prostitutas aquellas
mujeres que venden su cuerpo, ejerciendo actos sexuales y haciendo de ellos una
profesión (Banger, Criminalité
et Condition Economique).
En efecto, Banger va más allá;
sostiene que el acto de prostituirse es intrínsecamente igual para el
hombre y la mujer que contrae matrimonio por razones económicas.
Naturalmente, el matrimonio
es el único fin a que tienden todas las jóvenes, pero a miles de muchachas,
cuando no pueden casarse, nuestro convencionalismo social las condena al
celibato o a la prostitución. Y la naturaleza humana afirma siempre su
improrrogable derecho, sin cuidarse de las leyes; ya que no existen razones
plausibles para que esa naturaleza se adapte a una pervertida concepción de
moralidad.
Generalmente la sociedad
considera el proceso sexual del hombre como un atributo de su propio desarrollo
viril; entre tanto, lo que idénticamente se realiza en la vida de la mujer es
mirado como una de las más terribles calamidades: la pérdida del honor. y todo
lo que es bueno y noble en la criatura humana. Esta doble modalidad moral tuvo
no poca participación en la creación y perpetuación de la prostitución. Ello
entraña mantener a la juventud femenina en una absoluta ignorancia de la
cuestión sexual, con el pretexto de la inocencia, junto con una represión
anormal de los deseos genésicos, lo que contribuye a originar morbosos estados
de ánimo, que nuestros puritanos particularmente ansían evitar y prevenir.
Tampoco la venta de los
favores sexuales ha de conducir necesariamente a la prostitución; es más bien
responsable la cruel, despiadada, criminal persecución llevada a cabo por los
poderosos contra la masa de los vencidos; los primeros tienen aún el cinismo de
divertirse a costa de los últimos.
Muchachas, todavía niñas,
que trabajan amontonadas, en talleres, a veces con temperaturas tórridas,
durante diez o doce horas al pie de una máquina, forzosamente deben hallarse en
una constante sobreexcitación sexual. Muchas de esas muchachas no poseen
hogares confortables ni nada parecido; al contrario, viven en continua penuria;
entonces la calle o cualquier diversión barata le servirá para olvidar la
rutina diaria. Todo esto trae como consecuencia natural la proximidad de los
dos sexos. Es pues, muy difícil afirmar cuál de los dos factores condujeron a
ese punto culminante de la sobreexcitación sexual de la joven; mas el resultado
será el mismo. Ese es el primer paso hacia la prostitución. No es ella la
responsable, por cierto. Al contrario, esa falta recae sobre la sociedad; es la
total carencia de comprensión; nuestra falta de una justa apreciación de los
sucesos de la vida; especialmente la culpa es del moralista, que condena a la
que cayó para una eternidad, solamente porque se desvió del sendero de la
virtud; eso es, porque realizó su primera experiencia sexual sin la sanción de
la iglesia y del Estado.
Ella se sentirá
completamente al margen de la vida social, que le cerrará las puertas. Su misma
educación y todo lo que se le ha inculcado, hará que se reconozca una
depravada, una criatura caída para siempre, sin el derecho a levantarse más,
sin que nadie le extienda la mano; al contrario, se tratará de hundirla cada
vez más. Es así como la sociedad crea las víctimas y luego vanamente intenta
regenerarlas. El hombre más mezquino, el más corrompido y decrépito podrá aún
considerarse muy bueno para casarse con una mujer, cuya gracia comprará muy
ufano, en vez de pensar que puede salvarla de una vida de horrores. Tampoco
podrá dirigirse a su hermana la honesta en busca de amparo, de auxilio moral;
ésta, en su estupidez, teme mancillar su pureza y castidad, no comprendiendo
que en muchos aspectos su posición es más lamentable que la de su hermana en la
calle.
La mujer que se casa por
dinero, comparada con la prostituta, es verdaderamente un ser despreciable,
dice Havelock Ellis. Del mismo modo se prostituye, se le paga menos, en cambio,
por su parte retribuye mucho más en trabajo y cuidados y se halla atada a un
solo dueño. Por empezar, la prostituta nunca firma un contrato, por el cual
pierde todo derecho sobre su persona, conserva su completa libertad de
entregarse a quien quiere, no obstante hallarse obligada siempre a someterse a
los brazos de los hombres.
No se trata mejor a esa
mujer casada, si llegan a su noticia las palabras de la apología de Lecky, al
decir de la prostituta: aun cuando sea la suprema encarnación del
vicio, es también la más eficiente salvaguarda de la virtud: gracias a ella,
cuántos hogares aparentemente respetables escaparon de ser corrompidos, mancillados
por prácticas antinaturales; sin ella, estas aberraciones del sentido genésico
abundarían más de lo que se puede suponer.
Los moralistas se hallan
siempre dispuestos a sacrificar una mitad de la raza humana para conservación
de algunas miserables instituciones que ellos no pueden hacer prosperar. En
rigor, la prostitución no representa tampoco una salvaguarda más para asegurar
la pureza del hogar, como no lo representan esas mismas leyes, cuyos efectos
pretende contrarrestar. Casi el cincuenta por ciento de los hombres casados
frecuentan los prostíbulos o los patrocinan. Es a través de este virtuoso
elemento que las casadas -y aun los niños- contraen enfermedades venéreas.
Asimismo no tiene ninguna palabra de condenación para el hombre, mientras que
para la indefensa víctima, la meretriz, no hay ley lo suficientemente
monstruosa que la persiga y la condene. No es solamente la presa de los que la
poseen, durante el ejercicio de su profesión; lo es también de cada policía y
de cada miserable detective que la persiga, de los oficialitos de los puestos
de policía y de las autoridades de todas las cárceles a donde llegue.
En un reciente libro,
escrito por una mujer que regenteó una de esas casas, se puede hallar la
siguiente anotación: Las autoridades del lugar me obligaban a pagar
todos los meses, en calidad de multa de $14.70 a $29.70; las pupilas debían
pagar de $5.70 hasta $9.70 solamente a la policía. Si se tiene en
cuenta que la autora hacía sus negocios en una ciudad pequeña, las sumas que
cita no comprenden las extras en forma de contravenciones, coimas. etc.; de lo
que se puede deducir la enorme renta que reciben los policías de los
departamentos, extraídas, sonsacadas del dinero de esas víctimas, que ellos
tampoco desean proteger. Guay de la que se rehúse a obrar esa suerte de peaje;
será arrastrada como ganado, aunque no fuera más que para ejercer una favorable
impresión sobre los honestos y buenos ciudadanos de esas ciudades, o también
para obedecer a las autoridades que necesitan cantidades extras de dinero.
además de las lícitas. Para las mentalidades enturbiadas por los prejuicios que
no creen a la mujer caída incapaz de emociones, les será imposible imaginarse,
sentir en carne propia la desesperación, las afrentosas humillaciones, las lágrimas
candentes que vierte cuando la hunden cada vez más en el fango.
¿Parecerá acaso extraño que
una mujer que regenteara una de esas casas sepa expresarse tan bien con tal
vehemencia, sintiendo de tal manera? Más extraño me parece el proceder de este
buen mundo cristiano que supo sacar provecho, trasquilar, hacerle pagar su
tributo de sangre y dolor a semejante criatura y luego no le ofrece otra
recompensa que la detracción y la persecución. ¡Oh la caridad de este buen
mundo cristiano!
Se está investigando con
mucha violencia contra la trata de blancas que se importa desde Europa a
Norteamérica. ¿Cómo podrá conservarse virtuoso este país si el viejo mundo no
le presta su ayuda? No niego que en una pequeña parte sea esto verdad, tampoco
niego que existen emisarios en Alemania y en otras naciones haciendo su innoble
comercio de esclavas con los Estados Unidos. Pero me niego absolutamente a
creer que este tráfico asuma apreciables proporciones, en lo que respecta a
Europa. Si es verdad Que la mayoría de las prostitutas de Nueva York son
extranjeras, sucede también por lo mismo que la mayoría de su población está
compuesta de extranjeros. Desde el momento que se va a otra ciudad del
territorio norteamericano, Chicago, por ejemplo, encontraremos que las
prostitutas extranjeras se hallan en ínfima minoría.
Igualmente exagerada es la
creencia basada en que la mayoría de las mujeres que comercian sus encantos en
las calles de esta ciudad, ejercitaban el mismo tráfico en sus países
respectivos antes de venir a Norteamérica. Muchas de estas muchachas hablan un
excelente inglés, se americanizaron en sus modales y su vestir, lo que es un
fenómeno imposible de adaptación, de verificarse, a menos que hayan permanecido
bastantes años en este país. Lo cierto es esto, que fueron arrastradas a la
prostitución por las condiciones del ambiente norteamericano, a través de las
costumbres norteamericanas, inclinadas a un lujo excesivo, a la afición
desmedida por sombreros y vestidos vistosos, y naturalmente para todas estas
cosas se necesita dinero, un dinero que no se gana en las fábricas, ni en las
tiendas.
En otras palabras, no hay
razón para creer que ningún grupo comercial de hombres deseen correr los
riesgos de gastos exorbitantes para importar aquí productos extranjeros,
cuando por las mismas condiciones del ambiente el mercado rebasa con miles de
muchachas del país. Por otra parte, hay también pruebas suficientes para
afirmar que la exportación de mujeres jóvenes norteamericanas, no es tampoco un
factor desdeñable.
Ahí está un ex secretario de
un juez de Cook County, III., Clifford G. Roe, quien acusó abiertamente que se
embarcaban muchachas del Estado de Nueva Inglaterra para el exclusivo uso de
los empleados del Tío Sam en Panamá. Mr. Roe agregaba que le
pareció que había un ferrocarril subterráneo entre Boston y Washington, en el
que continuamente viajaban mujeres de esas. ¿No es muy sugestivo que esa línea
ferroviaria vaya a morir en el centro y en el corazón de las autoridades
federales? Ese Roe dijo mucho más de lo que se deseaba en las esferas
oficiales, y la prueba es que al poco tiempo fue destituido. No es muy sensato
que los empleados de la administración nacional se pongan a narrar cierta clase
de cuentos.
Las excusas que se adujeron
para aminorar la gravedad de este suceso, estribaban en las particularidades
climatológicas de Panamá y en que allí no existía ningún meretricio. Es el
sólito sofisma, la sólita hoja de parra con la que un mundo hipócrita quiere
escudarse porque no se atreve a enfrentar la verdad.
Después de Mr. Roe se halla
James Bronson Reynolds, quien hizo un estudio completo de la trata de blancas
en Asia. Siendo este un típico norteamericano y amigo del futuro Napoleón
estadounidense, Teodoro Roosevelt, se puede asegurar que es el último hombre
que intenta desacreditar las virtudes innatas de su país. Así es como nos
informa sobre los establos de Augias del vicio norteamericano. Hay allí
prostitutas norteamericanas que se pusieron de tal modo en evidencia, que en el
Oriente la American girl es sinónimo de prostituta. Mr.
Reynolds le hace recordar a sus conciudadanos que mientras los norteamericanos
en China se hallan bajo la protección de sus cónsules, los chinos en Estados
Unidos están completamente desamparados. Todos los que conocen las brutales y
bárbaras persecuciones que la raza amarilla soporta en casi toda la costa del
Pacífico, han de ver con agrado la amonestación de Mr. Reynolds.
En vista de todos los hechos
descriptos, es un poco absurdo señalar a Europa como un foco de infección, de
donde proceden la mayoría de las enfermedades sociales que llegan a las playas
norteamericanas. Y esto es tan absurdo como proclamar que la raza judía es la
que proporciona el más cuantioso contingente de esta desarmada presa ante todos
los apetitos. Estoy segura que nadie podrá acusarme de nacionalista en ningún
sentido. He podido despojarme de este prejuicio como de otros, de lo que me
hallo muy satisfecha. Es por eso que me fastidia oír la afirmación de que aquí
se importan las prostitutas judías, y si protesto acerca de tal infundio, no es
por mis simpatías judaizantes, sino por los rasgos inherentes de la vida de esa
gente, que conozco muy bien. Nadie ha de decir que las jóvenes judías emigran a
tierras extrañas, si no sabe que algún pariente cercano o lejano ha de acompañarlas.
La muchacha judía no es aventurera. Hasta hace pocos años no abandonaba su
hogar, aun para ir a la próxima aldea o ciudad, donde podía visitar a alguien
de su relación. ¿Es entonces probable que una joven judía deje su familia,
viaje miles de millas hacia tierras desconocidas bajo la influencia de promesas
y de fuerzas extrañas? Id si queréis hacia esos grandes transatlánticos y
comprobad si esas muchachas no llegan acompañadas con sus parientes, hermanos,
tías o familias amigas. Habrá excepciones, naturalmente, pero de ahí a
establecer que un gran número de jóvenes judías vienen importadas con el
propósito de la prostitución y de cosas parecidas, es desconocer completamente
la psicología hebrea.
Los que viven en casas de
cristal no deberían arrojar piedras al techo de las ajenas; además, los
cristales norteamericanos son un poco delgados y pueden romperse fácilmente, y
en el interior no habrá cosas placenteras para ser exhibidas en público.
Adjudicar el aumento de la
prostitución a la alegada importación extranjera, al hecho de extenderse cada
vez más el proxenetismo, es de una superficialidad abrumadora. Como ya me
referí al primer factor, el segundo, los proxenetas, detestables como son, no
se debe ignorar que forma parte esencialmente de una fase de la prostitución
moderna, fase acentuada por las persecuciones y los castigos resultantes de las
esporádicas cruzadas llevadas a cabo contra ese mal social.
El proxeneta, no dudando que
es uno de los miserables especímenes de la familia humana, ¿en qué manera puede
ser más despreciable que el policía, quien le arranca hasta el último centavo a
la pobre trotadora de la calle para luego conducirla presa todavía? ¿Cómo el
proxeneta ha de ser más criminal, o una más grande amenaza para la sociedad
cuando los propietarios de grandes almacenes, de tiendas o fábricas, buscan sus
víctimas entre el personal femenino para satisfacer sus ansias bestiales y
después enviarlas a la calle? No intento defender al proxeneta de ningún modo,
mas no comprendo por qué se le ha de dar caza despiadadamente, cuando los
verdaderos perpetradores de las iniquidades sociales gozan de inmunidad y de
respeto. Entonces, hay que recordar muy bien que ellos también contribuyen a
hacer a las prostitutas, no solamente el proxeneta. Es por nuestra vergonzosa
hipocresía que se creó la prostituta y el proxeneta.
Hasta el año 1894 estaba muy
poco difundido en Norteamérica el hombre que vivía exclusivamente de las mujeres
alegres. Por entonces tuvimos unos ataques epidérmicos de virtud. El vicio
debía abolirse y el país purificarse a toda costa. El cáncer social fue
extirpado del exterior para que sus raíces arraigaran más hondamente en el
organismo de la nación. Los propietarios de prostíbulos y sus infelices
víctimas se hallaron a merced de la policía. Se subsiguió la inevitable
consecuencia con exorbitantes multas, las coimas y la penitenciaría.
Las pupilas antes
relativamente amparadas en los meretricios, por representar ellas cierto valor
monetario, se encontraron en la calle como presas indefensas en las manos del
policía groseramente codicioso. Desesperadas, necesitando que alguien las
protegiera amándolas, les fue muy fácil caer en los brazos de los proxenetas,
uno de los productos más genuinos de nuestra era comercial. De ahí que la modalidad
social del proxenetismo no fue más que una excrescencia natural de las
persecuciones de la policía, de las bárbaras puniciones y el intento siempre
frustrado de suprimir la prostitución. Sería absurdo confundir esa faz moderna
de los males sociales con esta última.
La opresión simple y pura y
los proyectos de leyes coercitivas no han de servir más que para amargar a la
infortunada víctima de su misma ignorancia y estupidez, y luego llevarla a la
última degradación. Uno de ellos logró su máxima severidad, proponiendo que a
las prostitutas se les diera el tratamiento de los criminales, y las cogidas en
flagrante, se las penaría con cinco años de cárcel y 10,000 dólares de multa.
Semejante actitud sólo demuestra la obtusa incomprensión de las verdaderas causas
de la prostitución, como factor social, como también esto es una manifestación
del puritánico espíritu de otros días sangrientos en la historia del
puritanismo.
No existe un escritor
moderno que al tratar este asunto no señale la completa futilidad de estos
métodos legislativos con sus innumerables medios de coerción. El Dr. Blaschko
dice que las represiones gubernativas y las cruzadas moralizadoras nada
consiguen más que dispersar el mal social que quieren combatir por miles de
otros conductos secretos, multiplicando así los peligros para la sociedad.
Havelock Ellis. el temperamento más humanitario y el estudioso más profundo de
la prostitución, nos hace comprobar con el fehaciente testimonio de citas
históricas, que cuanto más drástico es el método de represión, mucho más
empeora las condiciones de ese mal. Entre una de esas citas se halla la
siguiente: En 1560 Carlos IX abolió con un edicto todos los
prostíbulos; pero el número de las meretrices no hizo más que aumentar,
mientras otras casas de lenocinio fueron apareciendo clandestinamente, siendo
mucho más peligrosas que las anteriores. A despecho de esa legislación, o por
causa de ella, no hubo país entonces en el que la prostitución se extendiera
con más fuerza, jugando un rol preponderante. (Sex and Society).
Solamente una opinión
pública inteligentemente educada, que deje de poner en práctica el ostracismo
legal y moral hacia la prostitución, ha de coadyuvar al mejoramiento del
presente estado de cosas. Cerrar los ojos por un falso pudor y fingir
ignorancia ante este mal y no reconocerlo como un factor social de la vida
moderna, no hará más que agravarlo. Debemos estar por encima de la estúpida
noción soy mejor que tú, tratando de ver en la prostituta solamente a un
producto de las condiciones sociales. Semejante actitud por parte nuestra, al
desterrar para siempre toda postura hipócrita, establecerá una más amplia
comprensión, haciéndonos espiritualmente aptos para otorgarle un trato más
humanitario, casi fraternal a esas desventuradas.
Respecto a la total
extirpación de la prostitución, nada, ningún método podrá llevar a cabo esa
magna empresa, sino la más completa y radical transmutación de valores, en la
actualidad falsamente reconocidos como beneficiosos -especialmente en lo que
atañe a la parte moral- junto con la abolición de la esclavitud industrial, su causa
causarum.