Mostrando las entradas con la etiqueta matrimonio. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta matrimonio. Mostrar todas las entradas

viernes, 20 de mayo de 2016

El matrimonio es inmoral




Por René Chaughi.




Dos seres, un hombre y una mujer, se aman. ¿Acaso pensamos que serán lo suficiente discretos para no pregonar de casa en casa el día y la hora en que...? Pensamos mal. Esta gente no parará hasta que hayan participado a todo el mundo sus propósitos: parientes, amigos, proveedores y vecinos recibirán la confidencia. Hasta entonces no creerán permitida la “cosa”. Y no hablo de los matrimonios de interés, en los que la inmoralidad es flagrante desde un principio; me ocupo del amor, y veo que, lejos de purificarlo y darle una sanción que no ha menester, el matrimonio lo rebaja y lo envilece.

El futuro esposo se dirige al padre y a la madre y les pide permiso para acostarse con su hija. Esto es ya de un gusto dudoso. ¿Qué responden los padres? Deseosos de asimilar su hija a esas damas tan necias, ridículas y distinguidas como ricas, quieren conocer el contenido de su portamonedas, su situación en el mundo, su porvenir; en una palabra, saber si es un tonto serio. No hay otra expresión mejor para calificar a este tratante.

Veamos a nuestro joven aceptado. No pensemos que la serie de inmoralidades está cerrada: no hace más que comenzar. Desde luego, cada uno va en busca de su notario, y tienen principio, entre las dos partes, largas y agrias discusiones de comerciante en las que cada uno quiere recibir mucho más de lo que da; dicho de otro modo: en las que cada uno trata de hacer su negocio. La poca inclinación que los dos jóvenes pueden sentir el uno por el otro, los padres parecen empeñarse en desvanecerla, emporcándola y ahogándola bajo sórdidas preocupaciones de lucro. Después vienen las amonestaciones en las que se hace saber, a son de trompetas, que en tal fecha el señor “X” fornicará, por primera vez, con la señorita “Y”.

Pensando en estas cosas, uno se pregunta cómo es posible que una muchacha reputada y púdica pueda soportar todo esto sin morirse de vergüenza. Pero es, sobre todo, el día de la boda, con sus ceremonias y costumbres absurdas, lo que encuentro profundamente inmoral y, digámoslo en una palabra, obsceno. Aparece la prometida arreglada –como los antiguos adornaban a las víctimas antes de inmolarlas sobre el altar– con vestimentas ridículas; esa ropa blanca y esas flores de azahar forman un símbolo completamente fuera de lugar: fijan la atención sobre el acto que se va a realizar y se hacen insistentes de una manera vergonzosa.

¿Hablaré de los invitados? ¿De su modo de vestir tan pretenciosamente abobado, sus arreos tan risibles como enfáticos, sus maneras pomposas y tontas, sus juegos de una fealdad extraordinaria? ¿Enumeraré todas estas gentes estiradas, empomadas, acicaladas, enfileradas, apretadas, rizadas, embutidas en sus vestimentas, los pies magullados en estrechas botinas, las manos comprimidas por los guantes, el cogote molido por el cuello postizo; todo este mundo preocupado de no ensuciarse, ansioso de engullir, “hambrones”, como les dice el poeta, venidos con la esperanza de procurarse una de esas comidas que forman época en la existencia de un hombre gorrón?

¿Cómo pueden dos jóvenes resolverse, sin repugnancia, a comenzar su dicha ante una decoración tan abominablemente grotesca, a realizar su amor entre estas máscaras y en medio de tan asquerosas caricaturas?

En la calle se corre para verlos: totalmente son cómicos; las comadres asoman a las puertas, los chiquillos gritan y corren. Cada uno procura ver a la desposada: los hombres con ojos de codicia, las mujeres con miradas denigrantes; y, por todo, se oyen soeces alusiones a la noche nupcial, frases de doble sentido que dejan entender –¡oh, tan discretamente!– que el esposo no pasará mal rato. Y ella, pobre muchacha, el dulce cordero, causa y fin de tan estúpidas bromas, cuyas tres cuartas partes llegan a sus oídos, sin duda alguna, ¿se esconde en un rincón del carruaje, tras la obesidad propicia de sus padres? ¡Oh, no! Ella, entronizada descaradamente en su carruaje, se asoma a la ventanilla sonriente para atraer la atención de la multitud. Y lo que la vuelve radiante de alegría, mucho más que el amor del prometido y la legítima satisfacción fisiológica, es considerarse mirada y envidiada; es poder eclipsar –aunque no sea más que por un día– a las peor vestidas, burlarse de sus antiguas amigas que permanecen solteras, crear en torno de sí celos y tristezas, en fin, ostentar esa ropa impúdica que la ofrece a las risas del público y debían llenarla de vergüenza. Bien considerado, todo esto es de un cinismo que subleva.

Después, en la alcaldía, donde oficia un señor cualquiera, sin otro prestigio que la ostentación de una banda azul, blanca y roja. Tras la desolante lectura de algunos artículos de un código idiota, humillante e insultante para la dignidad de los dos seres a quienes se aplican, el individuo de la banda patriótica pronuncia una elocución vulgar, pedestre, y todo está terminado. He ahí nuestros dos héroes unidos definitivamente. Sin esa algarabía preliminar, la fornicación de esta noche habría sido una cosa impropia y criminal; pero gracias, sin duda, a las palabras mágicas del hombre de la banda tricolor, ese mismo acto es una cosa sana y normal... ¡Qué digo!, un deber social. ¡Oh, misterio ante el cual aquello de la Trinidad no es más que un juego de niños!

Por mi parte hubiera creído todo lo contrario. Me parece que un joven y una muchacha que por primera vez se deciden a ejecutar el acto sexual, antes hubieran procurado evitar la publicidad. El acto sexual, aun efectuado de incógnito, no deja de producir molestias; con mayor motivo ante testigos. Parece que esto es inmoral, y que lo moral, noble y delicado es ir a hacer confidencias a un cagatintas gracioso, obtener un permiso, hacerse inscribir y numerar en un registro, como los caballos de carrera cuya descendencia se vigila o el rebaño que se cruza sabiamente.

¿Cómo no ver que si el Estado requiere estas formalidades ultrajantes es sólo por propio interés, a fin de no perder de vista a sus contribuyentes, de conservarlos en el espíritu de obediencia y de poder echar mano fácilmente sobre los futuros vástagos? Es preciso estar inscrito en alguna parte; y si no es en la Alcaldía, será en la Prefectura de Policía. En lista, siempre en lista; no escapamos. El matrimonio es un medio de esclavizar más a los hombres. Defendedle, pues, como instrumento de dominación, como sostén del orden actual si queréis. Pero no habléis de moral.

El cortejo se forma para ir a la iglesia. La sanción que el matrimonio civil no ha podido otorgar a la unión de dos jóvenes, ¿la dará el matrimonio religioso? Sí, si ellos creen en un Dios y ven en el sacerdote su representante terrestre. En tal caso nada hay que decir. Esto admitido, puede admitirse encima todo cuanto se quiera, y es preciso no extrañarse de nada.

Pero no ocurre así la mayoría de las veces. Algunos no ponen los pies en ninguna iglesia después de la primera comunión. Y si entran hoy, es para hacer como los demás: por conveniencia y, sobre todo, para que la ceremonia sea más bella, la fiesta más completa; para ejecutar su ejercicio ante una luz más viva aún, más brillante.

Durante la misa, las damas murmuran, secretean, ordenando los pliegues de sus vestidos, procurando hacer valer sus gracias y salpicándose mutuamente, haciendo carantoñas bajo las miradas libidinosas de los hombres. Éstos, mirando de soslayo, lanzan frases gordas, sintiendo impaciencia por cargar con tales mujeres. Y mientras el cura con cara socarrona amonesta a los nuevos esposos, el sacristán ataca a los bolsillos de los asistentes.

Los jóvenes esposos han comenzado su unión mintiéndose a sí mismos y mintiendo a los demás, aceptando una fe que no es la suya, prestando el apoyo de su ejemplo a creencias que ellos juzgan quizá perjudiciales, seguramente erróneas y de las que se reirán entre bastidores. Este bonito debut de existencia en la mentira y la hipocresía parece ser la sanción definitiva de su unión, el sello misterioso que la proclama santa e irrevocable. Esta moral es para nosotros el colmo de la inmoralidad. Guardaos de ella.

Una vez hartos los invitados, toman de nuevo los coches, a fin de exhibirse por última vez ante el público: “Miren bien a la desposada vestida de blanco, señoras y caballeros; todavía es pura; pero esta noche dejará de serlo. Es aquel joven gallardo quien se encarga de ello. Séquense los ojos, que nada cuesta”. Por un momento se los invitará a palpar. Todos los viandantes se animan ante la vista de esta bestia curiosa... que sueñan poseer. ¿De cuánta inconciencia debe estar dotada una muchacha para aguantar eso sin saltarle el corazón?

La jornada, tan bien comenzada, acaba aún mejor. Se preludia el ayuntamiento de cuerpos, por medio de una costumbre gráfica general. Algunos, en vista de la boda, ayunan muchos días. Se atiborran. El exceso de nutrición y de vinos hincha el rostro, inyecta los ojos, embrutece más los cerebros; los estómagos se congestionan y también los bajo vientres. En un acuerdo tácito, todos los pensamientos convergen hacia la obra de reproducción; las conversaciones se vuelven genitales. Con velada frase se reproduce la buena picardía de nuestros padres; toda la deliciosa pornografía que floreció bajo el sol de Francia triunfa de nuevo. Las risas se mezclan a los eructos de la digestión penosa. Y todos los ojos acechan ávidamente la sofocación creciente de las mejillas de la esposa. En vano. La casta muchacha de frente pura parece tan desahogada ante esta ignominia como un viejo senador en una casa de citas. No chista.

Y gracias que a los postres no venga algún cuplé picaresco a excitar de nuevo el erotismo de los convidados y se haga necesario, en casa de la desposada, un simulacro de confusión. Parece como que se quiere envilecer, a los ojos de los nuevos esposos, la función por la cual se han unido; parece que quieren volverla más bestial de lo que ella es en sí, como si fuese necesario que su realización se acompañe de una indigestión, como si fuese indispensable que una tan delicada e importante revelación se inaugurase ante una asamblea de borrachos.

¡Ah! Mira, desgraciada, mira todas estas gentes honradas que devuelven por la boca el exceso de comida con que se atragantaron. Éstas son las personas virtuosas que profesan una moral rígida. Están casados también; sus juergas han recibido la sanción legal y el sello divino; también los monos deformes que ellos engendran son de una cualidad superior a la de los demás. Míralos: éste de aquí tiene toda una progenitura en la ciudad; el otro se hace fabricar sus herederos por el vecino de encima; el señor y la señora “X” se arañan diariamente; aquéllos están separados, éstos divorciados; este vejete compró a buen precio a esa hermosa muchacha; este joven se casó con esa vieja por su dinero; en cuanto a aquel matrimonio de allá, todos saben que prospera, a pesar de ser tenido por modelo, gracias a las escapadas de la esposa y a los ojos, complacientemente cerrados, del marido. Y es, quizás, el me nos repugnante de todos, puesto que, al menos, esos dos se entienden perfectamente. Pero todas estas gentes son honradas; todas ellas se han hecho inscribir. Sus porquerías han recibido el visto bueno del hombre de la banda tricolor y del hombre de la sobrepelliz. Por eso son bien recibidos en todas partes, mientras que las puertas se cierran para aquellos que han cometido la torpeza de amarse lealmente, sin número de orden y sin ceremonia alguna. ¡La cámara nupcial...!

Teóricamente, la desposada nada sabe del misterio de los sexos; ignora el fin verdadero, único, del matrimonio. Si sabe alguna cosa, es fraudulentamente y en menosprecio de las indicaciones maternales. ¿Qué vale, pues, este “sí” que ha dado ante una demanda cuya entera significación desconoce? ¿Qué caso hacen, pues, de su personalidad en todo esto, disponiendo de su cuerpo sin su consentimiento, al dejarla, ángel de candor, flor de pureza, entre los brazos de un pimiento sobreexcitado e inconsciente? ¡Qué! ¿Ustedes le darán vuestra hija a un individuo cualquiera, que apenas los conoce, quizá plagado de vicios extraños, en el que la educación carnal, sexual, se ha hecho quién sabe dónde; ustedes la abandonarán para que hagan de ella su fantasía secreta, y eso sin prevenirla? ¡Pues esto es monstruosamente abominable! ¡Pues esto es una esclavitud peor que las otras, más infamante y más horrorosa que ninguna! ¿Qué puede haber más forzado para una mujer que ser poseída a pesar suyo? ¿El acto sexual no es, según que se consienta o no, la más grande alegría de las alegrías o la más grande de las humillaciones?


¡Ah, si la libertad está de acuerdo con la moral, debe existir en la cuestión del amor o en parte alguna! Este matrimonio no es más que una violencia pública preparada en una orgía.




(*) Texto publicado en la antología El amor libre: la revolución sexual de los anarquistas, Rodolfo Alonso Editor, Buenos Aires, 1973.

jueves, 31 de marzo de 2016

Esclavitud sexual



Por Voltairine de Cleyre.


¡Noche en la cárcel! ¡Una silla, una mesa, un pequeño lavabo, cuatro paredes vacías, fantasmagóricas a la tenue luz del pasillo de fuera, una ventana estrecha, con barrotes y tapiada, una puerta chirriante! Tras la temible celosía de hierro, entre las paredes — ¡un hombre! Un hombre anciano, arrugado y con el cabello gris, cojo y doliente. Ahí se sienta, en su gran soledad, aislado del resto del planeta. ¡Ahí camina de un lado a otro, dentro de su espacio asignado, apartado de todo cuanto ama! Allí, cada noche de los próximos cinco años, seguirá caminando solo, mientras la edad encanece su cabeza, mientras los últimos años del invierno de su vida se acumulan y su cuerpo se acerca a las cenizas. Cada noche de los cinco largos años que vienen estará solo este cautivo cuya pena se cobra el Estado (y sin más contrapartida que la que el plantador sureño daba a sus negros), cada noche se sentará entre las cuatro paredes blancas. Cada noche de los próximos cinco luengos años una mujer sufrirá tumbada en su cama, anhelando, anhelando el fin de esos tres mil días [sic], añorando el rostro amable y la mano paciente que nunca le habían faltado durante tantos años. Cada noche de los cinco largos años que vienen, el espíritu orgulloso se rebelará, el corazón amoroso sangrará, y el hogar roto debe ser profanado. Mientras yo hablo, mientras me escucháis, allí en la celda de esa maldita penitenciaría cuyas piedras han absorbido el dolor de tantas víctimas asesinadas, igual que fuera de esos muros, por esa pausada putrefacción que devora la existencia, poco a poco… mientras yo hablo y vosotros escucháis, ¡allí está Moses Harman!

¿Por qué? Cuando los asesinos campan en vuestras calles, cuando los sitios de iniquidad han crecido tanto que la competencia ha llevado el precio de la prostitución al nivel de los salarios de los tejedores hambrientos; cuando los bandidos se sientan en los senados estatales y nacional y en el Congreso; cuando la supuesta «fortaleza de nuestras libertades», el sufragio electivo, se ha convertido en un casino donde los grandes apostantes juegan con vuestras libertades; cuando los peores depravados ocupan los cargos públicos y viven a cuerpo de rey alimentados por los idiotas que los apoyan, ¿Cómo es que Moses Harman está en esa celda? Si es un criminal tan grande, ¿por qué no está con el resto de su calaña cenando en Delmonico’s o viajando por Europa? Si es un hombre tan malvado, ¿Qué maravilla hizo que acabase en prisión?

Ah, no, no es porque hiciera nada malo, sino porque, con ánimo entusiasta, buscó y buscó siempre la causa de la miseria de la gente que amaba con esa forma amplia de amor que sólo puede dar un alma pura, buscó los datos del mal. Y en su búsqueda encontró que el vestíbulo de la vida era la celda de una prisión; encontró que la parte más santa y pura del templo del cuerpo, si es que realmente hay una parte más pura o santa que otra, el altar donde se debe depositar el amor verdadero, era destruida, saqueada, pisoteada. Encontró bebés desamparados, pequeños entes sin voz, generados por la lujuria, malditos por naturalezas morales impuras, atacados antes de nacer por los gérmenes de la enfermedad, condenados a llegar a este mundo para penar y sufrir, a odiarse a sí mismos, a odiar a sus madres por tenerles, a odiar a la sociedad y a ver devuelto ese odio; una desgracia para sí mismos y para su raza, sorbiendo los poros del crimen. Y dijo este criminal ahora vestido con el uniforme a rayas, «¡Dejad que las madres de la raza sean libres! Dejad que los niños sean frutos del amor puro, del mutuo deseo de ser padres. Dejad que los grilletes del esclavo se rompan, y que no nazcan más esclavos ni se conciban más tiranos».

Este hombre obsceno observó con claros ojos esa rapiña que llamas moralidad, estampada con el sello del matrimonio, y vio en ella la consumación total de la inmoralidad, la impiedad y la injusticia. Observó que la mujer casada era una esclava que adopta el nombre de su amo, come su pan, obedece sus órdenes y sirve a sus deseos: que atraviesa las penurias del embarazo y los esfuerzos del parto por el dictado de él y no por el deseo de ella; que no puede controlar propiedad alguna, ni siquiera su propio cuerpo, sin su consentimiento; que los niños que de ella nacen pueden ser arrancados de sus brazos al nacer, o que se puede firmar que estén lejos de ella incluso antes de salir de su vientre. Se dice que la lengua inglesa tiene una palabra más hermosa que ninguna otra, hogar [home]. Pero Moses Harman escudriñó debajo del concepto y descubrió el hecho de que era una prisión más horrible que aquella en la que se sentaba ahora, cuyos pasillos se extienden por toda la tierra y con tantas celdas que nadie puede contarlas. ¡Sí, amos! ¡La tierra entera es una prisión, el matrimonio una celda, las mujeres sus prisioneras, y vosotros sois los carceleros!

Este corruptor vio cómo en esas celdas se producían tales atropellos como para dar sudores fríos en la frente, apretar las uñas contra los puños, rechinar los dientes y sentir los labios lívidos de agonía y odio. También conoció cómo de esas celdas no salía ninguna esclava a romper sus cadenas, cómo ninguna se atrevía a expresarse, cómo todos esos asesinatos se producen de forma silenciosa, y que ocultos a la sombra del hogar, y santificados por la bendición angélica de un trozo de papel y al cobijo de un certificado de matrimonio, las violaciones y el adulterio campan a sus anchas.

Sí, es adulterio el que la mujer se someta sexualmente al hombre, sin deseo por su parte, para «mantenerlo en la senda correcta», «tenerlo en casa», como dicen. (Bueno, si un hombre no me quiere ni se respeta a sí mismo lo suficiente como para «preservar su virtud» sin prostituirme se puede ir con viento fresco. No tiene virtud que preservar). Y es violación el que un hombre fuerce a una mujer a tener sexo, se lo permita la ley del matrimonio o no. Y es la más cruel de todas las tiranías el que un hombre haga que una mujer a la que dice amar soporte la agonía de tener niños que ella no quiere y para los que, como es más bien la regla que la excepción, los padres no pueden alimentar. Es peor que cualquier otra opresión humana: ¡es en verdad divina! No hay en la Tierra tirano similar al sexual: ¡uno debe ir a los cielos para encontrar un monstruo que dé vida a sus hijos para luego matarlos de hambre, maldecirlos, expulsarlos y condenarlos! Y sólo por la ley del matrimonio se puede lograr dicha tiranía. El hombre que engaña a una mujer fuera del matrimonio (y que lo hará dentro del matrimonio, claro) puede no reconocer a su propio hijo, si es suficientemente cruel. Él no puede arrancar el bebé de los brazos de ella, ¡no puede tocarlo! La chica a la que afrontó podrá morir en la calle o pasar hambre gracias a la pureza y rectitud de vuestra moralidad. [Pero] él no puede forzar su odiosa presencia ante ella otra vez. 

Pero a su esposa, caballeros, a su esposa, la mujer a la que respeta tanto que consiente que ella fusione su personalidad con la de él, pierda su identidad y se convierta en su cautiva, no sólo podrá hacerle hijos aunque ella no quiera, humillarla a su conveniencia y mantenerla como un mueble cómodo y barato; si ella no obtiene un divorcio (y por esa causa no se concede) él puede seguirla a donde quiera, ir a la casa de ella, comer su comida, forzarla a volver a la cárcel, ¡y matarla en virtud de su autoridad sexual! Ella no tiene ninguna forma de responder a menos que él sea suficientemente indiscreto como para abusar de ella de alguna forma menos brutal pero no permitida. Conozco un caso en vuestra ciudad en el que una mujer estuvo perseguida durante diez años de esta forma por su marido. Creo que al final tuvo el buen gusto de morirse: por favor, aplaudidle lo único bueno que hizo en su vida.

¿No es extraña toda esta parla de la preservación de la moral por parte de la ley matrimonial? ¡Cuánto cuidado en preservar lo que no tenéis! ¡Qué grande es la pureza por la cual se teme que los niños no sepan quién es su padre porque de hecho tendrían que fiarse de la palabra de su madre en vez de los certificados comprados a algún sacerdote de la Iglesia o de la Ley! Me pregunto si realmente los niños están mejor sabiendo lo que sus padres han hecho. Yo preferiría con mucho no saber quién era mi padre que saber que había tratado a mi madre como un tirano. Preferiría con mucho ser ilegítima de acuerdo con los estatutos de los hombres que según la ley inmutable de la Naturaleza. ¿Qué importa el haber nacido de forma legítima «según la ley?» En nueve de cada diez casos el hombre reconoce su paternidad simplemente porque está obligado a hacerlo, y su concepción de la virtud se expresa en la idea de que «el deber de una mujer es mantener a su marido en casa»; consiste en ser el hijo de un mujer a la que le importa más la bendición de Doña Perfecta que el simple honor de la palabra de su amante, y que concibe la  prostitución como algo puro, como un deber, cuando la realiza en beneficio de su marido. Consiste en tener a la Tiranía como progenitor y la esclavitud de cuna. Consiste en correr el riesgo de ser fruto de una preñez indeseada, de sufrir debilidad de constitución «legal», moralidad corrupta antes de nacer, posiblemente de tener un instinto asesino, o de heredar una libido excesiva o nula, cuando cualquiera de los dos casos es enfermedad. Consiste en tener en más estima un trozo de papel, un andrajo de los ropajes rotos del «Contrato Social» que la salud, la belleza, el talento o la bondad; nunca he visto a nadie negar que los hijos ilegítimos son casi siempre más hermosos e inteligentes, incluso las mujeres más conservadoras. Qué terrible debe ser verlos en comparación con sus hijos esmirriados, enfermizos y nacidos de la lujuria, sobre los que pesan las cadenas de la servidumbre de la madre, ver a esos niños hermosos y sanos y decir «¡Qué pena que su madre no fuera virtuosa!»». ¡Nunca dicen nada sobre la virtud del padre de sus hijos, porque saben demasiado bien que no es así! ¡Virtud! ¡Enfermedad, estupidez, crimen! ¡Qué cosa más obscena es esa «virtud»!

¿Qué es ser ilegítimo? Ser despreciado o compadecido por aquella gente cuyo desprecio o compasión no vale la pena siquiera devolver. Ser descendiente, posiblemente, de un padre suficientemente desgraciado como para engañar a una mujer, y de una mujer cuyo crimen más grave fue creer en el hombre al que quería. Es ser libre de la maldición de una madre esclava, venir al mundo sin el permiso de ningún cuerpo de tiranos que acorralan la tierra, y dictan leyes que rigen qué deben cumplir los no nacidos para tener el privilegio de habitar entre nosotros. ¡Eso son la legitimidad  y la ilegitimidad del nacimiento! Escoged vosotros.

El hombre que camina de un lado a otro en la penitenciaría de Lansing esta noche, este hombre malvado, dijo: «Las madres de la raza levantan sus ojos vacuos hacia mí, sus labios sellados hacia mí, sus corazones sufrientes hacia mí. ¡Buscan sin cesar una voz! ¡Los no nacidos que no pueden hacer nada, piden desde sus prisiones, reclaman una voz! ¡Los criminales, con el veto invisible sobre sus almas que les empuja a su infierno tumultuoso, buscan una voz! Yo seré la voz de todos ellos. Yo desvelaré los atropellos del lecho matrimonial. Yo les haré saber cómo nacen los criminales. Yo lanzaré un grito que será escuchado por todos, y lo que sea, ¡sea!». Él publicó mediante una carta del Doctor Markland un caso en el que una joven madre que había sufrido daños por una mala operación tras el nacimiento de su bebé, y que se estaba recuperando, había sido apuñalada sin compasión, de forma cruel y salvaje, no por una daga, sino por el órgano de procreación de su marido, ¡apuñalada hasta casi la muerte, sin rectificación alguna!

Por llamar al pan y al vino, y por usar el nombre de ese órgano, publicado en el diccionario Webster y en todos los diarios médicos del país, Moses Harman se pasea hoy por su celda. Él dio un ejemplo concreto de las consecuencias de la esclavitud sexual, y por ello ha sido encarcelado. Ahora somos nosotros los que debemos continuar la lucha, y abolir la regla con la que le han castigado, difundir el conocimiento sobre este crimen de la sociedad contra un hombre y la razón de dicho castigo; cuestionar este enorme sistema de crimen autorizado, su causa y su efecto, a nivel de toda la raza. ¡La causa! Dejemos que la Mujer se pregunte: «¿Por qué soy la esclava del Hombre? ¿Por qué se dice que mi cerebro no es un igual al suyo? ¿Por qué mi trabajo no se paga como el suyo? ¿Por qué mi cuerpo debe estar controlado por mi marido? ¿Por qué puede tener mi trabajo en la casa y darme como pago lo que le parezca bien a él? ¿Por qué puede quitarme a mis hijos, o mandar que se les envíe lejos antes de que nazcan?» Dejemos que haga esas preguntas.

Hay dos razones para ello, que se pueden reducir a un solo principio: la idea de un Dios autoritario y con un poder supremo, y sus dos instrumentos: el Clero (esto es, los sacerdotes) y el Estado (esto es, los legisladores). Desde el nacimiento de la Iglesia, engendrada entre el miedo y la ignorancia, ésta ha enseñado que la mujer es inferior. En una u otra forma a través de las leyendas y credos míticos subyace la creencia en la caída del hombre por la persuasión de la mujer, su condición de encarnación del castigo, su vileza natural, su absoluta depravación, etc.; y desde los días de Adán hasta la Iglesia Cristiana de hoy, con la que tenemos que lidiar de forma particular, ha hecho a la mujer la excusa, el chivo expiatorio de los actos malvados del hombre. Tan profundamente ha impregnado esta idea en la sociedad que muchos de los que han repudiado a la Iglesia siguen inmersos en esa creencia que adormece la auténtica moralidad. Tan insertado está el autoritarismo en la generación masculina que incluso aquellos que han ido más lejos y han repudiado el Estado se aferran al dios-sociedad y abrazan la idea antigua de que deben ser «cabezas de familia» en armonía con la maravillosa fórmula «de sentido común» de que «El Hombre debe ser la cabeza de la Mujer del mismo modo que Cristo es cabeza de la Iglesia». 

No hace ni una semana que un anarquista (?) me dijo que «yo seré el jefe de mi propia casa»: esto lo dice un «comunista-anarquista», si queréis, que no cree en «mi casa». Hace un año otro destacado orador libertario dijo delante de mí que su hermana, que tenía una hermosa vez y se había unido a una banda de música, debía «quedarse en casa con sus niños: ese es su lugar». ¡La misma vieja idea de la Iglesia! Este hombre fue un socialista, y derivó en anarquista: sin embargo, su más elevada idea para las mujeres consistía en la servidumbre hacia su marido y sus hijos, en la farsa actual que llamamos «hogar». ¡Quedaos en casa, descontentas! ¡Sed pacientes, obedientes, sumisas! ¡Cosed los calcetines, arreglad nuestras camisas, lavad los platos, cocinad para nosotros, esperadnos al llegar a casa y cuidad de los niños! Vuestras voces hermosas no deben deleitar al público ni a vosotras mismas; vuestro genio inventor no debe ser empleado; vuestra sensibilidad artística no debe ser cultivada; vuestro instinto de negocios no debe ser desarrollado; cometisteis el error de nacer con esos talentos, ¡sufrid por vuestra necedad! ¡Sois mujeres, y por tanto amas de casa, sirvientas, camareras y amas de cría!

En Macón, en el siglo VI, según August Bebel, los padres de la Iglesia se reunieron y propusieron la pregunta: «¿Tiene alma la mujer?» Una vez comprobaron que el permiso para poseer una no-persona no iba a dañar sus privilegios, se decidió por una exigua mayoría la espinosa cuestión en nuestro favor. Bueno, santos padres, fue un buen truco por vuestra parte lo de ofrecer vuestra patética charlatanería de «salvación o condenación» (normalmente lo segundo) como un cebo para estimular la sumisión terrenal; no estaba mal en esas épocas de ignorancia y de fe. Sin embargo, afortunadamente tras mil cuatrocientos años ya el tema huele. Vosotros, radicales de la tiranía, no tenéis ningún cielo que ofrecer: no podéis dar ninguna hermosa quimera en vuestros diplomas; tenéis, exceptuando la marca, el respeto por los demás, los buenos oficios y las sonrisas de un negrero. ¡Y todo ello a cambio de nuestras cadenas de por vida! ¡Gracias! La cuestión de las almas ya es antigua: queremos nuestros cuerpos, ahora. Estamos cansadas de promesas: Dios es sordo, y su iglesia es nuestro peor enemigo. Contra ella presentamos la acusación de ser la fuerza moral (o inmoral) detrás de la cual se esconde la tiranía del Estado. El Estado ha dividido los panes y los peces con la Iglesia: los jueces, al igual que los sacerdotes, cobran cánones por cada matrimonio; los dos brazos de la Autoridad se han aliado en la concesión de licencias para que los padres se reproduzcan, y el Estado, como antes la Iglesia, proclama: «¡Mirad cómo protegemos a las mujeres!» Pero el Estado ha hecho más. Muchas mujeres con amos bondadosos, sin conocimiento de las tropelías cometidas contra sus hermanas menos afortunadas, me han preguntado: «¿Y por qué no se marchan?»

¿Por qué no corres cuando tus pies están engrilletados? ¿Por qué no gritas cuando tu boca está amordazada? ¿Por qué no alzas las manos sobre tu cabeza cuando las tienes atadas a la espalda? ¿Por qué no gastas miles de dólares cuando no tienes un céntimo? ¿Por qué no vais a la costa o a las montañas, pobres idiotas acaloradas por la ciudad? Si hay algo que me enfada sobre todas las demás miserias de este maldito tejido de falsa sociedad, es la imbecilidad con la que se dice, con la auténtica flema de la bobería impenetrable: «¿Por qué no se marchan las mujeres?» ¿Me diréis a dónde irán y qué es lo que harán? Cuando los legisladores del Estado se han concedido a sí mismos el control absoluto de las oportunidades de vida; cuando a través de este poderoso monopolio el mercado de trabajo está tan abarrotado que los trabajadores y trabajadoras están rajándose el cuello entre sí para disfrutar del privilegio de servir a sus amos; cuando se envían chicas desde Boston hacia el sur y el norte, en vagones como para ganado, para llenar los antros de Nueva Orleans o los infernales campamentos de leñadores de mi propio estado de Michigan; cuando oyen y ven estas cosas a diario, los biempensantes preguntan: «¿Y por qué no se marchan las mujeres» y al hacerlo sólo merecen lástima.

Cuando América aprobó la ley de los esclavos fugitivos, llevando a las personas a cazar a sus iguales con más ahínco que a los perros salvajes, el Canadá aristocrático y monárquico extendió sus brazos a aquellos que pudieran refugiarse en él. Pero no hay amparo en esta tierra para el sexo esclavizado. Allí donde estemos debemos cavar nuestras trincheras y luchar o morir. Ésta es la tiranía del Estado: niega a mujeres y hombres el derecho a ganarse la vida, y concede ese privilegio a unos pocos privilegiados que deben entregar un pago del noventa por ciento a sus concesionarios. Estas dos cosas, la dominación de la mente por parte de la Iglesia y la del cuerpo por parte del Estado, son las dos causas de la esclavitud sexual.

En primer lugar, han introducido en el mundo el crimen artificial de la obscenidad: han introducido una escala de valores morales tan extraña que llamar a los órganos sexuales por su nombre es una grave ofensa. Me recuerda a una calle de vuestra ciudad que se llama «Callowhill». Antes se la llamaba Gallows’ Hill, por la colina a la que llevaba, que hoy es «Cherry Hill» y que fue lo último que tocaban los pies de muchos asesinados en nombre de la Ley. El sonido de esas palabras era demasiado duro, así que lo dulcificaron, aun cuando los asesinatos no se dejaron de cometer y la oscura sombra de los ahorcamientos sigue colgada sobre la Ciudad del Amor Fraternal. La idea de la obscenidad ha tenido el mismo efecto: ha colocado la virtud en la cáscara de una idea, y ha etiquetado como «bueno» todo lo que queda dentro de la Ley y las costumbres respetables (?), mientras que todo lo malo es lo que contraviene lo que está dentro de esa cáscara. Ha rebajado la dignidad del cuerpo humano por debajo de la de los otros animales. ¿Quién diría que un perro es impuro u obsceno porque su cuerpo no está cubierto con ropas pesadas y agobiantes? ¿Qué pensaríais de un hombre que le pone una falda a su caballo y le hace andar o correr con semejante impedimento para sus patas? La «Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales» lo mandaría arrestar, le quitarían el animal y le enviarían a un asilo de locos en busca de la impureza de su mente. Por el contrario, caballeros, esperáis que vuestras esposas, las criaturas que decís respetar y amar, lleven las faldas más largas y los cuellos más altos, para ocultar el obsceno cuerpo humano. No hay sociedad alguna para la prevención de la crueldad contra las mujeres. ¡Y vosotros, aunque algo mejor, mirad lo que lleváis en este calor abrasador! ¡Cómo maltratáis vuestro cuerpo con la lana que habéis robado a las ovejas! ¡Cómo os castigáis a sentaros en una casa abarrotada de gente con vuestros abrigos y chaquetas, porque Doña Perfecta se escandalizaría ante la «vulgaridad» de las mangas de camisa o del brazo desnudo!

Mirad cómo el ideal de belleza se ha visto corrompido por esta noción de la obscenidad. Contemplad a una de esas esclavas de la moda, con su cintura rodeada por una alta valla llamada corsé, con sus brazos y caderas en un ángulo por la presión que tienen arriba y abajo; los pies calzados con la parte más estrecha donde debería estar la más ancha, sus piernas aprisionadas por la impenitente falda de prisionera; su pelo atado de forma tan ajustada que le provoca dolores de cabeza, que a su vez está cubierta por una cosa sin sentido ni belleza llamada sombrero; en una proporción de diez a uno tendrá una joroba a la espalda como un dromedario… ¡Contempladla e imaginad algo así tallado en árbol! Pensad en una estatua en Fairmount Park con un corsé y un polisón. Pensad en la imagen que da ver a una mujer a caballo. Se nos permite montar, siempre que nos sentemos en una posición que destroza al caballo, que llevemos un hábito lo suficientemente largo como para tapar el obsceno pie humano, y que además llevemos diez libras de piedras para impedir que el viento nos mueva al soplar, arriesgándonos con ello a quedarnos paralíticas si algún accidente nos saca de la silla. ¡Pensad en cómo nadamos! Tenemos que llevar ropa incluso en el agua, ¡y nos enfrentamos a la chufla general si nos atrevemos a atacar las olas sin medias! Pensad en un pez tratando de remontar la corriente con un ropaje de franela empapado obstruyéndole. Pero eso no os resulta suficiente. El vil estándar de la obscenidad mata a los niños con sus ropas. La raza humana muere de forma horrible «en el nombre del» Vestido.

Y en el nombre de la Pureza ¡cuántas mentiras! Qué moralidad más rara se genera. Tenéis miedo de contar a vuestros hijos la verdad sobre cómo nacieron: la más sagrada de todas las funciones, la creación de un ser humano, se ve sujeta a la falsedad más abyecta. Cuando vienen a vosotros con una simple y clara pregunta que tienen derecho a hacer, les decís: «no preguntes esas cosas» o les contáis alguna fábula hueca, o justificáis ese vacío conceptual con otro: ¡Dios! Decís: «Dios te hizo». Sabéis que mentís cuando lo decís. Sabéis, o deberíais saber, que la curiosidad no se verá tapada con eso. Sabéis que lo que podríais explicar de forma correcta, obsequiosa y pura (si es que os queda algo de pureza) lo van a aprender ellos a través de muchos tanteos a ciegas, y que alrededor de ellos estará el pensamiento sombrío de estar haciendo algo malo, engendrado por vuestra negativa a explicarlo y alimentado por esa opinión social prevalente por doquier. Si no sabéis esto, estáis ciegos ante los hechos y sordos ante la voz de la Experiencia.

Pensad en el doble estándar social en el que ha evolucionado la esclavitud de nuestro sexo. Las mujeres que se consideran muy puras y decentes se reirán de la prostituta pero dejarán entrar en sus casas a los mismos hombres que la maltratan. Los hombres, como mucho, compadecerán a esa chica cuando ellos son la peor clase de prostitutos. ¡Compadeceos a vosotros mismos, caballeros, os hace falta! ¡Y cuántas veces vemos a una mujer o un hombre disparar a otra persona por celos! El estándar de pureza lo avala: «muestra coraje», «tiene justificación» el matar a otra persona por hacer lo mismo que hiciste tú, ¡amar a la misma persona! ¡Moralidad! ¡Honor! ¡Virtud! Pasando de la fase moral a la física, coged las estadísticas de cualquier asilo para locos y encontraréis que de las distintas clases, la más abundante es la mujer no casada. Para mantener vuestro cruel, malvado e indecente estándar de pureza (?) volvéis locas a vuestras hijas, mientras que matáis a vuestras mujeres. Así es el matrimonio. No me creáis a mí: consultad las estadísticas de cualquier asilo psiquiátrico o los registros de un cementerio.

Mirad cómo crecen vuestros hijos. Desde su más tierna infancia se les enseña a suprimir sus naturalezas amorosas, ¡a controlarlas en todo momento! Vuestras malditas mentiras incluso oscurecen el beso de un niño. Las niñas no deben ser marimachos, no deben ir descalzas, no deben trepar los árboles ni aprender a nadar ni hacer nada que Doña Perfecta decretara como «impropio». Los niños pequeños sufren el escarnio de los otros, con nombres como «afeminado» o «niña tonta» si deciden que quieren remendar o jugar con una muñeca. Cuando crecen se dice: «¡Oh, los hombres no saben cuidar de la casa ni de los niños como las mujeres!» ¿Cómo van a hacerlo, cuando habéis puesto el esfuerzo más grande de vuestras vidas en arrancarles ese impulso? «Las chicas no pueden soportar esas cosas como los hombres». Entrenad a cualquier animal o planta como a vuestras niñas y tampoco podrá aguantar nada. ¿Nadie va a decirme por qué debe impedirse a ningún sexo realizar deportes atléticos? ¿O por qué ningún niño debería tener restricciones para usar sus brazos y piernas?

Tales son los efectos de vuestro estándar de pureza, de vuestra ley matrimonial. Esta es vuestra obra: ¡contempladla! La mitad de vuestros hijos mueren antes de los cinco años, las niñas se vuelven locas, vuestras mujeres casadas son cadáveres andantes, y vuestros hombres tan pérfidos que muchas veces ellos mismos admiten que La PUREZA tiene una deuda con la prostitución. Este es el hermoso efecto de vuestro dios Matrimonio, ante el que el Deseo Natural debe postrarse y negarse a sí mismo. ¡Estad orgullosos de ello!

Con respecto al remedio, está en una palabra, la única que ha traído igualdad en algún sitio: ¡LIBERTAD! Siglos y siglos de libertad son lo único que traerá la desintegración y el abandono de estas ideas putrefactas. ¡Es lo único que pudo calar las sangrientas persecuciones religiosas! No se puede curar la servidumbre sustituyendo al amo. No os toca a vosotros decir «de esta forma debe amarse la raza humana». Dejad a la raza en paz.

¿Habrá crímenes atroces? Sin duda. Es un necio el que dice que no los habrá. Pero no puedes detenerlos cometiendo el crimen más grave de poner palos a las ruedas del Progreso. Nunca marcharás bien hasta que empieces bien. Sobre el resultado final, no importa nada. Yo tengo mi ideal, muy puro y muy sagrado para mí. Pero el tuyo, igual de sagrado, puede ser diferente y podemos estar equivocados los dos. Pero estoy segura de que mediante la libre asociación, la forma que sobreviva será la más adaptada a cada tiempo y lugar, produciendo la más alta evolución de la especie. Si es la monogamia, la variedad de parejas o la promiscuidad no nos importa: sucederá en el futuro, que nosotros no dictamos.

En favor de esa libertad se expresó Moses Harman, y por ello lleva el uniforme de prisionero. Por eso está sentado en su celda esta noche. No sabemos si es posible que su sentencia sea acortada. Sólo podemos intentarlo. Aquéllos que quieran ayudarnos pueden poner su firma en esta simple petición de indulto dirigida a Benjamín Harrison. A aquéllos que deseen informarse de forma más detallada antes de firmar les digo: vuestra minuciosidad es digna de alabanza. Venid después de terminar la reunión y citaré exactamente lo que pone en la carta del doctor Markland. A esos Anarquistas extremistas que no pueden rebajar su dignidad a solicitar de una autoridad que no reconocen un indulto por una ofensa no cometida, dejadme deciros: la espalda de Moses Harman está encorvada por el peso de la Ley, y aunque nunca le pediría a nadie que se rebaje por sí mismo, le pido que lo haga por quien combate en favor de las esclavas. Vuestra dignidad es criminal: cada hora que pasa detrás de las rejas es un testimonio de vuestra alianza con Comstock. Nadie detesta las peticiones más ni tiene menos fe en ellas que yo, pero por mi paladín estoy dispuesta a buscar cualquier medio que no invada los derechos de otros, aunque tenga poca esperanza de que surta efecto.

Si más allá de estos, hay esta noche quienes hayan obligado a sus esposas al servicio sexual, quienes se hayan prostituido en nombre de la Virtud, quienes hayan traído niños enfermos, no deseados o fruto de la inmoralidad al mundo, sin poder atenderles, y hoy salgan de esta sala para decir que «Moses Harman es un hombre sucio que ha sido justamente castigado» entonces os digo a vosotros, y ojalá mis palabras resuenen en vuestros oídos HASTA QUE MURÁIS: ¡Seguid así! ¡Llevad la oveja al matadero! ¡Aplastad a ese hombre anciano, enfermo y renqueante bajo vuestros pies de gigante! ¡En el nombre de la Virtud, la Pureza y la Moralidad, hacedlo! ¡En los nombres de Dios, el Hogar y el Cielo, hacedlo! ¡En el nombre del Nazareno que predicaba la regla de oro, hacedlo! ¡En los nombres de la Justicia, los Principios y el Honor, hacedlo! En los nombres de la Valentía y la Magnanimidad ¡poneos del lado de los bandidos en los palacios gubernamentales, los asesinos de las convenciones políticas, los libertinos en los lugares públicos, la fuerza bruta de la policía, la gendarmería, los tribunales y la cárcel, para perseguir a un pobre viejo que se enfrentó solo a vuestros crímenes legales! Hacedlo. Y si Moses Harman muere en el «Infierno de Kansas» ¡celebrad cuando lo hayáis asesinado! ¡Matadlo! Así aceleraréis el día en el que el futuro os enterrará bajo diez mil sombras de vergüenza. ¡Matadle! Y así las rayas de sus ropajes de prisionero os azotarán como un látigo cruel. ¡Matadle! Y los locos os mirarán con ojos salvajes brillantes por el odio, los bebés sin nacer llorarán su sangre sobre vosotros, ¡y las tumbas que habéis llenado en el nombre del Matrimonio darán de comer a una raza que se burlará de vosotros, hasta que la memoria de vuestras atrocidades se convierta en un fantasma sin nombre, parpadeando con las sombras de Torquemada, Calvino y Jehová sobre el horizonte del Mundo! ¿Os gustaría verle muerto? ¿Diríais «nos hemos librado de este obsceno»? ¡Imbéciles! ¡Su cadáver se reiría de vosotros desde sus ojos muertos! Los labios inertes se reirían de vosotros, y las manos solemnes, sin pulso, escribirían tranquilamente el último edicto que ni el tiempo ni vosotros pueden eliminar. ¡Matadle, y escribiréis con ello su gloria y vuestra vergüenza! ¡Moses Harman en su uniforme de prisionero está muy por encima de todos vosotros, y Moses Harman muerto seguirá viviendo de forma inmortal en la raza que murió para liberar! ¡Matadle!

Voltairine de Cleyre

miércoles, 20 de enero de 2016

Matrimonio y amor



Por Emma Goldman.



La noción popular acerca del matrimonio y del amor, es que deben ser sinónimos, que ambos nacen de los mismos motivos y llenan las mismas humanas necesidades. Como la mayoría de los dichos y creencias populares, éste no descansa en ningún hecho positivo y si sólo en una superstición.


El matrimonio y el amor nada tienen de común; uno y otro están distantes, como los polos; en efecto, son completamente antagónicos. No hay duda que algunas uniones matrimoniales fueron efectuadas por amor; pero más bien se trata de escasas personas que pudieron conservarse incólumes ante el contacto de las convenciones. Hoy en día existen muchos hombres y mujeres para quienes el casarse no es más que una farsa, y solamente se someten a ella para pagar tributo a la opinión pública. De todos modos, si es verdad que algunos matrimonios se basan en el amor y que también este puede continuar después en la vida de los casados, sostengo que eso sucede a pesar de la institución del matrimonio.


Por otra parte, es enteramente falso que el amor sea el resultado de los matrimonios. En raras ocasiones se escucha el caso milagroso de una pareja que se enamora después de casada, y si se observa atentamente, se comprobará que casi siempre se reduce a avenirse buenamente ante lo inevitable. A otras criaturas les unirá un afecto, surgido del trato diario, lo que está lejos de la espontaneidad y de la belleza del amor, sin el cual la intimidad matrimonial de una mujer y un hombre no será más que una vida de degradación.


El matrimonio, por lo pronto, es un arreglo económico, un pacto de seguridad que difiere del seguro de vida de las compañías comerciales, por ser más esclavizador, más tiránico. Lo que devenga, es completamente insignificante con lo que se invistió. Tomando una póliza de seguros se paga por ella en dólares y en centavos, siempre con la libertad de cesar los pagos de las cuotas. Si, de cualquier modo, el premio de la mujer es un marido, ella lo paga con su nombre, con sus íntimos sentimientos, con su dignidad, su vida entera, y hasta la muerte de una de las dos partes. Así, para ella, el seguro del matrimonio la condena a una vida de dependencia, al parasitismo, a una completa inutilidad, tanto individual como social. El hombre, también, paga su juguete, pero su radio de acción es más amplio, el matrimonio no lo coarta tanto como a la mujer. Sentirá sus cadenas más bien por el lado económico.


De ahí que el motto que Dante aplicó a la entrada del Infierno, se aplica con igual propiedad al matrimonio: "Oh, voi che entrate, lasciate ogni speranza!"


El matrimonio es un ruidoso fracaso, esto ni el más estúpido lo negará. Basta echar una mirada a las estadísticas de los divorcios para comprender cuán amargo es este fracaso. No será suficiente ni siquiera el estereotipado argumento de los filisteos, escudado en la holgura y la elasticidad de las leyes del divorcio y del creciente relajamiento de las costumbres femeninas, para justificar este hecho: primero, de cada doce matrimonios casi todos terminan en el divorcio; segundo, que desde 1870 los casos de divorcio han aumentado de 28 a 73 por cada mil habitantes; tercero, desde 1867 hasta hoy el adulterio como causa para divorciarse, aumentó el 270.8 por ciento; cuarto, el abandono del hogar aumentó en un 369.8 por ciento.


Añadida a estos números se puede citar una vasta documentación teatral o literaria, dilucidando el asunto. Robert Herrick, en Together (Juntos); Pinero, en Mid Channel (A mitad del camino); Eugene Walter, en Paid in Full, y una serie más de otros escritores que discuten la monotonía, la sordidez, lo inadecuado del matrimonio como factor de armonía y de comprensión entre los dos sexos.


El estudioso en cuestiones sociales no se contentará con estas superficiales excusas sobre este fenómeno. Querrá ahondar en la vida de los sexos para explicarse la causa por la cual resulta tan desastroso el matrimonio.


Edward Carpentier dice que detrás de un casamiento se halla la atmósfera vívida de los dos sexos; un ambiente condimentado de circunstancias tan diferentes una de la otra que el hombre y la mujer han de sentirse también extraños el uno al otro. Separado por una valla de supersticiones, de costumbres y hábitos, el matrimonio no tiene el poder de desarrollar el conocimiento mutuo y el respeto del uno para el otro, sin lo cual toda unión de esta clase está sometida al fracaso, a la desavenencia continua.


Enrique Ibsen, el revelador de las convenciones sociales más vergonzosas, fue el primero que dijo la gran verdad. Nora abandona a su marido no, como algunos críticos estúpidos afirman, porque estaba hastiada de cargar con sus responsabilidades, sino porque llega a comprender que durante ocho años vivió con un extraño con quien fue obligada a tener hijos. ¿Puede haber algo más humillante, más degradado que la intimidad carnal de toda una vida entre dos extraños? No es necesario que la mujer sepa nada del marido, salvo su renta, su salario, mensual o anual. Y de la mujer ¿qué tendrá que conocerse, sino que posea una simpática y placentera apariencia? Todavía la generalidad no se ha zafado del teológico mito de que la mujer no tiene alma, y es sólo un apéndice, hecho de una costilla, justamente para la conveniencia del caballero que, siendo tan fuerte, tuvo miedo de su propia sombra.


La pobreza del material del que habría surgido la mujer, quizá ha de ser responsable por su manifiesta inferioridad. Y en todo caso, si no tiene alma ¿qué se ha intentado buscar y sondear en ella? Además, cuanto menos alma, cuanto menos espíritu posea, más grande será su probabilidad de formar una esposa modelo, y así también será absorbida más pronto por la individualidad del marido. Es por la dócil y esclavizadora aquiescencia a la superioridad del hombre que la institución del matrimonio ha quedado, al parecer, intacta por tan largo tiempo. Ahora que la mujer vuelve por los fueros de su dignidad e intenta ponerse fuera de la gracia y merced de su dueño, la sagrada ciudadela del matrimonio va siendo minada gradualmente, y ninguna lamentación sentimental ha de salvarla de su definitivo derrumbe.


Desde la infancia casi hasta la mayoría de edad de las muchachas, se les dice que el casamiento es la única finalidad de su vida; y la educación que se les prodiga se dirige a ello.


Lo mismo que a la bestia muda, que se engorda para el matadero, a ella se le prepara para el sacrificio de su vida. Y es curioso, y asombra constatarlo, que se le permite instruirse en todo menos acerca de las funciones de esposa y madre; esto que necesita ordinariamente el artesano para poder aprender su oficio, es indecente y sucio para una muchacha de respetabilidad el enterarse de las relaciones maritales. Entonces, por la apariencia de lo respetable, la institución del casamiento convierte lo que antes era sucio en la más pura y sagrada relación consanguínea, que nadie se atreverá a censurar. Continúa todavía siendo exacta esta actitud de los hogares frente a las bodas y casamientos de la supuesta esposa y madre, y es mantenida en completa ignorancia de lo que será su capital enseñanza en la lucha de los sexos. Luego al comenzar la convivencia matrimonial con el hombre, se hallará a sí misma, repentina y hondamente desazonada, repelida y ultrajada más allá de los límites por ella supuestos en el natural y más sano instinto: el sexo. Se puede afirmar, sin temor a un desmentido, que el mayor porcentaje de casos de desdichas, de desastres y de padecimientos físicos en el matrimonio, se debe a esa criminal ignorancia en cuestiones sexuales, que se ha exaltado como una grandísima virtud. Tampoco será exagerado que diga que mucho más de un hogar ha sido deshecho por causas tan deplorables.


Si por cualquiera circunstancia, la mujer se sintiera capaz de libertarse de ciertos pequeños prejuicios y fuera lo bastante arriesgada para desflorar los misterios del sexo sin la sanción del Estado y de la Iglesia, se vería condenada a permanecer como un instrumento inservible para casarse con un hombre bueno y honesto; aun cuando tan bellas prendas personales consistan en tener una cabeza vacía y una bolsa llena de dinero.


¿Puede haber algo más repugnante que esta idea de que una mujer, crecida ya, sana, llena de vida y de pasión se halle obligada a rechazar las exigencias imperiosas de su naturaleza, a tener que sofocar sus más intensos anhelos, yendo en desmedro de su salud, quebrantando su espíritu, absteniéndose de la profunda gloria del sexo, hasta el día que un buen hombre venga y la solicite para que sea su esposa? Y este es uno de los aspectos más significativos del matrimonio. ¡Cómo no ha de ser forzosamente un fracaso semejante transacción! En consecuencia, ese es uno de los factores, no poco importante, que diferencia el matrimonio del amor.


Nuestra época es muy positiva, muy práctica. Los tiempos en que Romeo y Julieta rompían el pacto de enemistad entre sus padres, por su incontenible pasión, cuando Gretchen se ofreció en holocausto a la maledicencia del vecindario por amor, están un poco lejos. Si, en raras ocasiones la juventud se permite el lujo de ser romántica, los parientes adultos o ancianos tendrán buen cuidado de hacerle marcar el paso y acosarla de tal manera que la convertirán en gente muy sensata.


¿Acaso la lección moral que se le inculca a las muchachas, es para que se basen en el amor que el hombre despertará en ellas, o más bien para que se le pregunte cuánto posee y tiene? Lo importante y el único dios de la utilitaria vida americana es: ¿Podrá este hombre ganar para vivir? ¿Podrá mantener a una mujer? Es lo que justifica solamente los casamientos. Gradualmente este concepto satura los pensamientos de las muchachas, quienes no soñarán con claros de lunas, ni con besos, risas y llantos, sino con las giras de compras por las tiendas, con vestidos, sombreros y el regateo inherente a todas estas operaciones. Esta pobreza de espíritu y la sordidez, son elementos substanciales a la institución del matrimonio. El Estado y la Iglesia no aprueban otros ideales más que estos, porque necesitan que se hallen bajo su control los hombres y las mujeres.


Es dudoso que existan aquí quienes consideran el amor por encima de los dólares y los centavos. Particularmente esta verdad se aplica a esa clase que por sus precarias condiciones económicas se ha visto forzada a vivir del trabajo de uno y otro. El notable cambio aportado en la posición de la mujer por ese poderoso factor, es verdaderamente asombroso cuando se reflexiona que hace muy poco tiempo que ella ingresó en el campo de las actividades industriales. Hay seis millones de mujeres asalariadas; seis millones de mujeres que tienen el mismo derecho que los hombres a ser explotadas, robadas y a declararse en huelga; también a morirse de hambre. ¿Algo más, señor mío? Sí, seis millones de trabajadoras asalariadas en cada tramo de la vida, desde el elevado trabajo cerebral hasta el más difícil y duro trabajo manual, en las minas y en las estaciones de ferrocarril; sí, también detectives y policías. Seguramente su emancipación es ahora completa.


A pesar de todo, un número muy reducido del inmenso ejército de mujeres asalariadas mira el trabajo como un medio permanente de vida, lo mismo que el hombre. Nada importa a qué grado de decrepitud llega este último; se le enseñó a ser independiente y tendrá que seguir así, manteniéndose solo. ¡Oh, sé muy bien que nadie es realmente independiente en nuestro sistema económico! Pero asimismo al hombre más miserable le repugna ser un parásito; por lo menos, que se le considere como tal.


En cambio, la mujer considera su posición de trabajadora como algo transitorio, que dejará de lado en la primera oportunidad. Por eso, es infinitamente más difícil tratar de organizar a las mujeres que a los hombres. ¿Para qué he de entrar en una asociación? Me voy a casar y espero tener mi hogar. ¿No se le enseñó a ella que siempre debería responder a esto, como a su último llamado? Muy pronto se aclimata a su hogar, aunque no sea más ancho que la celda de una cárcel, o los cuartuchos del taller o de la fábrica, posee puertas más sólidas y barrotes de hierro irrompibles. Tiene un guardián tan fiel que a él nada se le escapa. La parte más trágica de todo esto es que su situación de casada no la redime de la esclavitud del salario, y sólo aumenta su faena.


Según las últimas estadísticas sometidas a un Comité acerca del trabajo y los salarios y la congestión de la población, el diez por ciento de las trabajadoras asalariadas de Nueva York eran casadas, y debían trabajar por pagas irrisorias. Añádase a esto el peso de los quehaceres domésticos, ¿qué es lo que queda de la protección, de la gloria del hogar? Además, tampoco las jóvenes de las clases medias pueden jactarse de poseer un hogar, desde que es el hombre exclusivamente el que crea esa órbita doméstica, donde ella será solamente un satélite. Nada importa que el marido sea un bruto, o muy gentil. Lo que en definitiva quiero probar es que el matrimonio le asegura un hogar a la mujer, gracias al marido. Allí, ella se moverá años y años hasta que el aspecto de su vida y de sus relaciones con aquel se volverá chato, mezquino y aburrido como todo lo que la rodea. Escaso asombro causará si llega a ser chicanera, chismosa, regañona y tan insoportable que el hombre procurará quedarse en casa lo menos posible. Ella no puede irse, aunque lo quisiera; no tiene ninguna parte donde refugiarse. Se vuelve atolondrada, frívola o pesada, tímida en sus decisiones, cobarde en sus juicios; será un peso y un aburrimiento que muchos hombres llegarán a odiar y a despreciar. Una atmósfera de inspiraciones maravillosas ¿no es cierto?


Pero ¿el niño? ¿Cómo será protegido sino por el matrimonio? ¿Después de todo no es esto lo que más debe tenerse en cuenta? ¡La vergüenza y la hipocresía y todo ello! El casamiento protege a sus vástagos, y no obstante, miles de niños se hallan en la calle, sin pan ni techo. El matrimonio protege a sus pequeñuelos y a pesar de todo, los orfelinatos rebosan de ellos, los reformatorios no tienen más sitios para alojarlos y las sociedades que tratan de prevenir los malos tratos contra la niñez no dan abasto rescatando a las pequeñas víctimas de las manos de padres amorosos, para colocarlas bajo la protección de sociedades de beneficencia. ¡Oh, el sarcasmo amargo de todo eso!


El casamiento podrá tener el poder de conducir el caballo a la fuente de agua, pero jamás pudo obligarlo a beber. La ley hace arrestar al padre, le viste de penado; ¿remedió con ello el hambre de su hijo? Si el padre no tiene trabajo, o si esconde su identidad, ¿qué hará el matrimonio? Invoca la ley y lo lleva ante la justicia, la que lo pondrá bajo llave en la prisión; el trabajo que allí haga no irá a salvar de la miseria al niño, sino que pasará a las fauces del Estado. El pequeño heredará la maldita memoria de su padre, con el traje a rayas de penado.


Referente a la protección de la mujer, es ahí en donde está la peor maldición del matrimonio. No es que no la proteja realmente; mas esta sola idea es asqueante, es tal ultraje e insulto a la vida, tan degradante para la dignidad humana, que esto bastaría para condenar para siempre jamás esta parasitaria institución.


Es como la patria potestad, capitalismo, le roba al hombre su derecho en cuanto nace, impide su crecimiento por todos los medios, envenena su cuerpo, lo mantiene en perfecta ignorancia, y en la más horrida pobreza y servilismo; después sus instituciones de beneficencia y de caridad borran los últimos vestigios de dignidad en él.


La institución del matrimonio hace de la mujer un absoluto parásito, un ser que está sometido a otro ser. La incapacita para la lucha por la vida, aniquila su conciencia social, paraliza su imaginación, y entonces le impone su graciosa protección, lo que no es nada más que una trampa, disfrazada de humanitarismo.


Si la maternidad es la suprema misión de la mujer, ¿qué otra protección necesitará si no amor y libertad? Y es lo contrario, el casamiento corrompe, desnaturaliza, violenta su alto rol en la vida. ¿No se le dice a la mujer: solamente si me sigues a todas partes donde yo vaya, he de dar vida a tu seno? ¿No es esto infamante, no la condena sin remisión, si por acaso se rehúsa a comprar el derecho de maternidad vendiéndose en cuerpo y alma?


No solamente el matrimonio no sanciona la maternidad, sino que ¿acaso no la hace concebir con odio y repugnancia? Y aún las veces que la maternidad elige libremente en el éxtasis del amor, en impulso irrefrenable de pasión, ¿no coloca al pobre inocente una corona de espinas y con letras de sangre le graba en la frente el afrentoso epíteto de bastardo? Si el casamiento hubiese de contener todas las virtudes que se le adjudican gratuitamente, los crímenes que ha cometido contra la maternidad lo excluiría, de hecho, del reinado del amor.


El amor, que es el más intenso y profundo elemento de la vida, el precursor de la esperanza, de la alegría y del éxtasis; el amor, que desafía impunemente todas las leyes humanas y divinas y las más aborrecibles convenciones; el amor uno de los más poderosos modeladores de los destinos humanos, ¿cómo tal torrente de fuerza puede ser sinónimo del pobrecito Estado y del mojigato sacramento matrimonial, concedido por nuestra santa madre Iglesia?


¿Amor libre? Si hay algo en el mundo libre, es precisamente el amor. El hombre pudo comprar cerebros pero con todos sus millones no consiguió el amor. El hombre subyugó los cuerpos, pero no logrará subyugar el amor. El hombre conquistó naciones enteras; pero sus ejércitos no pudieron conquistar un grano de amor. El hombre cargó de cadenas el espíritu, pero se encontró completamente inerme, indefenso ante el amor. Encaramado en el más alto trono, con todo su esplendor y su oro, su poder será omnímodo, pero basta que el amor pase a su lado para que lo suma en una profunda desolación. Y si en cambio visita una miserable choza, la convertirá en el más radiante paraíso, dándole el sentido de una nueva vida, más animada en ternura y fantasía.


El amor tiene la mágica virtud de convertir a un mendigo en un rey. Sí; el amor es libre; no puede existir en otra atmósfera. En plena libertad se entrega sin reservas, abundante y totalmente. Todas las leyes, todos los códigos y todas las cortes judiciales del universo no podrán arrancarlo del suelo, una vez que haya echado raíces en él. ¿Cómo se quiere, entonces, si el suelo es estéril, que el matrimonio le haga dar frutos? Es parecida a la lucha desesperada de la muerte contra el raudo vuelo de la vida.


El amor no necesita protección; se basta a sí mismo. Tan pronto como el amor impregne la vida con su ardiente y perfumado aliento no habrá más criaturas desamparadas, ni los hambrientos, ni los sedientos de afectos. Sé muy bien que esto es verdad. Conocí a una mujer que llegó a ser madre libremente con el hombre que amaba. Pocos niños en su cuna de oro fueron rodeados de más cariño, de más cuidados y devoción como los que es capaz de prodigar la libre maternidad.


Los defensores de la autoridad temen el advenimiento de la libre maternidad, que les ha de robar sus presas. ¿Quiénes irían a los campos de combate? ¿Quiénes han de crear el bienestar común? ¿Quién sería policía, carcelero, si la mujer se negara a dar a luz, y sólo se aviniese a ello, no como a una función maquinal, sino con inteligencia y discernimiento? ¡La raza!, ¡la raza!, gritan el rey, los presidentes de las repúblicas, el capitalista y el cura. La raza ha de ser preservada y aumentada, aunque la mujer se convierta en una mera máquina; y es que el matrimonio no es más que una válvula de escape contra el peligro del despertar del sexo femenino. Pero son en vano esos desesperados esfuerzos para conservar este estado de esclavitud. En vano, también, los edictos de la Iglesia, los vesánicos ataques de legisladores, y en vano el arma de la ley. La mujer no necesita prestarse más a ser un medio de producción de una raza de seres enfermos, débiles, decrépitos, sin la fuerza ni el valor moral para sacudir el yugo de la pobreza y de la esclavitud. Por el contrario, ella quiere pocos hijos y mejores, vigorosos y sanos; concebidos por el amor y elegidos libremente; no por obligación e indistintamente, así como lo impone el matrimonio. Nuestros pseudo moralistas tienen todavía que aprender lo que es la profunda responsabilidad contraída con el niño al nacer, que el amor libre despertó en la mujer. Más bien rechazará la gloria de la maternidad, que traer nuevos seres a la vida, a un ambiente que respira solamente destrucción y muerte. Y si llega a ser madre, es para otorgarlo todo, lo más hondo que pueda darle de sí misma. Nacer y crecer con sus pequeñuelos, es su lema; comprende ella que es la única manera de construir una raza sana.


Ibsen tuvo la verdadera visión de cuál sería la maternidad libre, cuando de mano maestra trazó la figura de Mrs. Alving de Los Espectros. Ello, representaba la madre ideal, porque supo ver bien los horrores del matrimonio, rompió sus cadenas y trató de liberar su espíritu de los prejuicios a precio de muchos sufrimientos hasta volverse en una personalidad fuerte y moralmente pura. Solamente que fue muy tarde para que ella rescatara la única alegría de su vida, su Osvaldo; pero ni tan tarde tampoco para llegar a comprender que el amor libre había de ser la única condición a fin de que la vida fuese bella. Aquellas que, como la señora Alving pagaron con sangre y lágrimas el despertar de su espíritu, también repudiaron el matrimonio como una imposición arbitraria, como una mancilla y una mofa absurda. Ellas saben que donde el amor existe, sea por un breve espacio de tiempo o por una eternidad, allí está la fuerza creadora, la gran corriente de inspiración que echará las bases para una nueva raza y para un nuevo mundo.


En los tiempos presentes, de pigmea catadura espiritual, el amor es algo extraño a mucha gente, Falseado y huido, rara vez logra arraigarse en las almas; y cuando lo hace, muy pronto agoniza y desaparece. Sus delicadas fibras no pueden soportar la exasperada tensión del diario trajín. En su esencia, es tan complejo que no puede ajustarse a la estrecha medida de nuestra fábrica social. El llora, gime y sufre con aquellos que lo necesitan, y asimismo le falta impulso para llegar a la cima.


Algún día y algunos hombres y mujeres surgirán para elevarse a los picos más altos, y allí se encontrarán grandes, fuertes y libres, prestos a recibir, a compartir en un abrazo los rayos de oro del amor. Qué fantasía, que imaginación, que genio poético podrá prever aún aproximadamente la tremenda potencia creadora que tendrá ese torrente de fuerzas en la existencia de las mujeres y los hombres. Si el mundo ha de dar nacimiento al verdadero compañerismo entre los humanos, la fraterna unión de ellos, no el matrimonio, sino el amor será su padre fecundo.







(*) Texto incluido en "Anarquismo y otros ensayos" (1910).