Por Emma Goldman.
Publicado en Mother
Earth, Vol. 1 No. 2, en Abril de 1906.
¿Debe el niño ser considerado como una individualidad, o
como un objeto a ser moldeado de acuerdo al antojo y capricho de cada quién?
Esta parece ser la pregunta más importante a responder por padres y educadores.
Y si es que el niño ha de crecer desde dentro, si es que a todo lo que ansíe
expresión le será permitido salir a la luz del día; o si es que ha de ser
amasado como masilla por fuerzas externas, eso depende de la respuesta adecuada
a esta pregunta vital.
El anhelo de los mejores y más nobles de nuestros tiempos
hace a las más fuertes individualidades. Todo ser sensible aborrece la idea de
ser tratado como mera máquina o como mero loro de lo convencional y lo
respetable, el ser humano ansía el reconocimiento de sus semejantes.
Debe tenerse en mente que es por el canal del niño que el
desarrollo de la persona madura debe pasar, y que las ideas presentes de la
educación o entrenamiento de éste en la escuela y la familia — incluso la
familia del liberal o el radical — son tales que sofocan su crecimiento
natural.
Toda institución de nuestros días, la familia, el Estado,
nuestros códigos morales, ve en cada personalidad fuerte, bella, sin
compromisos, un enemigo mortal; por ende se hace todo esfuerzo por coartar la emoción y la
originalidad de pensamiento humano en el individuo con una camisa de fuerza
desde su más temprana infancia; o se le da forma a todo ser humano de acuerdo a
un patrón; no una individualidad integral, sino una de paciente esclavo del
trabajo, un autómata profesional, un ciudadano que paga sus impuestos, o un
recto moralista. Si uno, no obstante, se encuentra con la espontaneidad real
(que, por cierto, es un rasgo raro) eso no se debe a nuestro método de crianza
o educación del niño: la personalidad a menudo se afirma a sí misma,
independiente de las barreras oficiales y familiares. Un descubrimiento como
ese debe ser celebrado como un evento inusual, ya que los obstáculos puestos en
el camino del crecimiento y el desarrollo del carácter son tan numerosos que se
ha de considerar un milagro si retiene su fuerza y belleza y sobrevive a los
diversos intentos de incapacitar aquello que le es más esencial.
Ciertamente, aquel que se ha liberado de las cadenas de
la irreflexión y la estupidez comunes y corrientes; aquel que puede pararse sin
muletas morales, sin la aprobación de la opinión pública — la pereza privada,
le llamó Friedrich Nietzsche — puede bien entonar un canto alto y voluminoso de
independencia y libertad; ha obtenido el derecho a ello con fieras y ardientes
batallas. Estas batallas comienzan ya a la más delicada edad.
El niño muestra sus tendencias individuales en sus
juegos, en sus preguntas, en su asociación con las personas y las cosas. Pero
debe luchar con la perpetua interferencia externa en su mundo de pensamiento y
emoción. Que no debe expresarse en armonía con su naturaleza, con su
personalidad creciente. Que debe convertirse en cosa, en objeto. Sus preguntas
encuentran respuestas estrechas, convencionales, ridículas, en su mayor parte
basadas en falsedades; y, cuando, con grandes, curiosos e inocentes ojos, desea
contemplar las maravillas del mundo, quienes le cuidan cierran rápidamente las ventanas
y las puertas, y mantienen a la delicada planta humana en una atmósfera de
invernadero, donde no puede ni respirar ni crecer libremente.
Zola, en su novela Fecundidad, mantiene que grandes
grupos de personas le han declarado la muerte al niño, han conspirado contra el
nacimiento del niño, — una imagen horrible ciertamente, pero la conspiración
ingresada por la civilización contra el crecimiento y la formación del carácter
me parece por lejos más terrible y desastrosa, debido a la lenta y gradual destrucción
de sus cualidades y rasgos latentes y el efecto estupefaciente e incapacitante
por lo tanto sobre su bienestar social.
Ya que todo esfuerzo en nuestra vida educativa parece
estar dirigida hacia hacer del niño un ser extraño a sí mismo, debe por necesidad
producir individuos extraños los unos con los otros, y en perpetuo antagonismo
los unos con los otros.
El ideal del pedagogo promedio no es un ser completo,
íntegro, original; en vez, busca que el resultado de su arte de la pedagogía
sean autómatas de carne y sangre, para adecuarse mejor al molino de la sociedad
y al vacío y la insipidez de nuestras vidas. Todo hogar, escuela, colegio y
universidad está por el utilitarismo seco y frío, que rebalse el cerebro del
pupilo con tremenda cantidad de ideas, traspasadas desde generaciones pasadas.
“Hechos y datos,” como les llaman, constituyen mucha información, suficiente
tal vez como para mantener toda forma de autoridad y para crear mucho temor
reverencial por la importancia de la posesión, pero esto no es más que un gran
retardo en la comprensión real del alma humana y su lugar en el mundo.
Verdades muertas y olvidadas hace mucho tiempo, ideas del
mundo y sus pueblos, cubiertas de moho, incluso en los tiempos de nuestras
abuelas, se machacan en las cabezas de nuestra generación joven. El cambio
eterno, la miríada de variaciones, la innovación continua son la esencia de la
vida. La pedagogía profesional nada sabe de ello, los sistemas de educación son
ordenados en archivos, clasificados, y numerados. Carecen de la semilla fuerte
y fértil que, al caer en rico suelo, les haga crecer hacia grandes alturas,
están desgastados y son incapaces de despertar la espontaneidad del carácter. Instructores y maestros, con almas muertas, operan con valores muertos. La cantidad
es forzada para reemplazar a la calidad. Las consecuencias por lo tanto son
inevitables.
En la dirección que uno mire, buscando ansiosamente por
seres humanos que no midan las ideas y las emociones con la vara de la propia
conveniencia, se encuentra uno con los productos de la instrucción de ganado en
vez de con los resultados de espontáneas e innatas características formándose a
sí mismas en libertad.
“Ningún rastro veo ahora
de la voluntad del espíritu.
Es instrucción, nada más.”
Estas palabras del Fausto se adecuan a nuestros métodos
de pedagogía perfectamente. Tomemos, por ejemplo, la manera en que la historia
se enseña en nuestras escuelas. Veamos cómo los eventos del mundo se vuelven
presentaciones baratas de títeres, donde unos pocos tira-cuerdas se supone que
dirigieron el curso del desarrollo de todo la especie humana.
Y la historia de nuestra propia nación! ¿Acaso no fue
escogido por la Providencia que fuese la nación líder sobre la tierra? ¿Y acaso
no está en lo alto de las montañas por sobre las otras naciones? ¿No es acaso
la joya del océano? ¿No es acaso incomparablemente virtuosa, ideal y valiente?
El resultado de tal enseñanza ridícula es un soso y superficial patriotismo,
cegado de sus propias limitaciones, con testarudez de toro, completamente
incapaz de juzgar las capacidades de otras naciones. Así es como se castra el
espíritu de la juventud, se sofoca por medio de una sobre-estimación del valor
propio. No sorprende entonces que la opinión pública pueda ser manufacturada
tan fácilmente.
“Alimento pre-digerido” debiese estar inscrito en toda
sala de aprendizaje como advertencia a todos quienes no deseen perder su
personalidad y su sentido original de juicio, quienes, en vez, estarían
contentos con una gran cantidad de conchas vacías y superficiales. Eso debería
ser suficiente como reconocimiento a los múltiples obstáculos puestos en el
camino de un desarrollo mental independiente del niño.
Igualmente numerosas, y no menos importantes, son las
dificultades que confronta la vida emocional de los jóvenes. ¿No debe uno
suponer que los padres deban estar unidos a los niños por las más tiernas y
delicadas cuerdas? Debería uno suponerlo; sin embargo, triste como es, es, no
obstante, cierto, que los padres son los primeros en destruir las riquezas
internas de sus niños.
Las Escrituras nos dicen que Dios creó al Hombre a Su
semejanza, lo que por ningún motivo ha sido un éxito. Los padres siguen el mal
ejemplo de su amo celestial; hacen todo esfuerzo por dar forma y moldear al
niño de acuerdo a su imagen. Se aferran tenazmente a la idea de que el niño es
mera parte de ellos mismos — una idea tan falsa como injuriosa, y que solo
aumenta la incomprensión del alma del niño, y de las necesarias consecuencias
de la esclavitud y la subordinación.
Tan pronto como los primeros rayos de conciencia iluminan
la mente y el corazón del niño, comienza instintivamente a comparar su propia
personalidad con la personalidad de quienes lo cuidan. ¿Cuántos riscos duros y
fríos encuentran su gran mirada curiosa? Pronto se enfrenta con la dolorosa
realidad de que está aquí solo para servir de materia inanimada para padres y
guardianes, cuya autoridad sola le da molde y forma.
La terrible lucha de la mujer y el hombre pensantes
contra las convenciones políticas, sociales y morales debe su origen a la
familia, donde el niño es siempre obligado a batallar contra el uso interno y
externo de la fuerza. Los imperativos categóricos: Tú has! tú debes! esto es
correcto! eso es incorrecto! esto es cierto! eso es falso! caen como violenta
lluvia sobre la cabeza rudimentaria del joven ser y le imprime en sus
sensibilidades que debe postrarse ante las largamente establecidas y duras
nociones de los pensamientos y las emociones. Sin embargo las cualidades e
instintos latentes buscan afirmar sus propios métodos peculiares de encontrar
la base de las cosas, de distinguir entre lo que comúnmente se denomina
incorrecto, verdadero o falso.
Se inclina a ir por su propio camino, ya que está
compuesto de los mismos nervios, músculos y sangre, tal como aquellos que
asumen dirigir su destino. No puedo entender cómo esperan los padres que sus
niños crezcan para ser espíritus independientes, auto-suficientes, cuando hacen
todo esfuerzo por abreviar y limitar las diversas actividades de sus hijos, el plus
en cualidad y carácter, que diferencia a su prole de sí mismos, y en virtud de
la cual son portadores eminentemente equipados de ideas nuevas y vigorizantes.
Un árbol joven y delicado, que está siendo recortado y podado por el jardinero
para darle una forma artificial, nunca alcanzará la majestuosa altura y la
belleza que cuando se le deja crecer en su naturaleza y libertad.
Cuando el niño alcanza la adolescencia, se encuentra,
sumado a las restricciones del hogar y la escuela, con inmensa cantidad de tradiciones
rígidas de la moral social. Las ansias de amor y sexo se topan con la
ignorancia absoluta de la mayoría de los padres, quienes lo consideran algo
indecente e inapropiado, algo vergonzoso, casi criminal, a ser reprimido y
combatido como una enfermedad terrible. El amor y los tiernos sentimientos en
la joven planta se tornan en vulgaridad y ordinariez por la estupidez de
quienes le rodean, de modo que todo lo lindo y bello es o bien aplastado por
completo o escondido en las profundidades más internas, como un gran pecado,
que no osa enfrentar la luz.
Lo más asombroso es el hecho de que los padres se
privarán de todo, sacrificarán todo por el bienestar físico del niño, se
desvelarán por las noches y temerán agonizantes cualquier mal físico de su amado;
pero seguirán fríos e indiferentes, sin la más leve comprensión de las ansias
del alma y los anhelos de su niño, ni oyendo ni queriendo oír el fuerte llamado
del joven espíritu que demanda reconocimiento. Por el contrario, sofocarán la
bella voz de la primavera, de una nueva vida de belleza y el esplendor del
amor; pondrán el largo y esbelto dedo de la autoridad sobre la tierna garganta
y no permitirán desahogo al plateado canto del crecimiento individual, de la
belleza del carácter, de la fuerza del amor y la relación humana, que por sí
solos hacen que la vida valga la pena vivirla.
Y sin embargo estos padres imaginan que quieren lo mejor
para su niño, y que yo sepa, algunos realmente lo quieren; pero lo mejor
significa la muerte y el deterioro para el brote en desarrollo. Después de
todo, no están más que imitando a sus propios amos en los asuntos de Estado,
comercial, social, y moral, reprimiendo por la fuerza todo intento
independiente de analizar los males de la sociedad y todo sincero esfuerzo hacia
la abolición de estos males; nunca capaces de asir la eterna verdad de que todo
método que emplean sirve como el mayor ímpetu por hacer nacer un mayor anhelo
por la libertad y un fervor más profundo por luchar por ello.
Esa compulsión está destinada a despertar la resistencia,
todo padre y maestro debiese saberlo. Gran sorpresa se expresa ante el hecho de
que la mayoría de los niños de padres radicales o bien se oponen a las ideas de
éstos, muchos de ellos circulando los viejos y anticuados caminos, o son indiferentes
a los nuevos pensamientos y enseñanzas de regeneración social. Y sin embargo
nada hay de inusual en ello. Los padres radicales, aunque emancipados de la
creencia de apropiación del alma humana, aún se aferran tenazmente a la idea de
que son dueños del niño, y de que tienen el derecho de ejercer su autoridad
sobre el niño. De modo que se disponen a moldear y formar al niño de acuerdo a
su propia concepción de lo que es correcto e incorrecto, forzando sus ideas en
él con la misma vehemencia que usa el padre católico promedio. Y, con esto
último, sostienen la necesidad ante el joven de “hacer lo que te digo y no lo
que yo hago.” Pero la mente impresionable del niño se da cuenta pronto que las
vidas de sus padres están en contradicción con las ideas que representan; que,
como el buen cristiano que fervientemente reza los días domingo, pero sigue
rompiendo los mandamientos del señor el resto de la semana, el padre
radical acusa a Dios, al clérigo, la
iglesia, el gobierno, la autoridad doméstica, pero sigue ajustándose a la
condición que aborrece. Así también, el padre librepensador puede jactarse
orgulloso de que su hijo de cuatro años reconoce la imagen de Thomas Paine o de
Ingersoll, o que sabe que la idea de Dios es estúpida. O el padre social-demócrata
puede señalar a su pequeña niña de seis años y decir, “¿quién escribió el
Capital, querida?” “Karl Marx, papá!” O la madre anarquista puede hacer saber
que el nombre de su hija es Louise Michel, Sophia Perovskaya, o que puede
recitar los poemas revolucionarios de Herwegh, Freiligrath, o de Shelley, y que
señalará los rostros de Spencer, Bakunin o Moses Harmon en todo lugar.
Estas no son exageraciones; son tristes realidades que he
encontrado en mi experiencia con padres radicales. ¿Cuáles son los resultados
de tales métodos de inclinación de la mente? Lo siguiente es la consecuencia, y
no muy poco frecuente, tampoco. El niño, alimentado de ideas unilaterales,
establecidas y fijas, pronto se agota de volver a tocar las creencias de sus
padres, y sale en busca de nuevas sensaciones, no importa cuán inferior y
superficial pueda ser la nueva experiencia, la mente humana no soporta lo mismo
y la monotonía. Entonces ocurre que el niño o la niña, sobre-alimentado de
Thomas Paine, caerá en los brazos de la iglesia, o votará por el imperialismo
solo por escapar del determinismo económico y del socialismo científico, o
abrirá una fábrica de blusas y se aferrará a su derecho de acumular propiedad,
solo para hallar consuelo del anticuado comunismo de su padre. O la niña se
casará con el primer hombre, mientras pueda mantenerse, solo para arrancar de
la charla perpetua de la variedad.
Tal condición de los asuntos puede ser muy doloroso para
padres que desean que sus hijos sigan su camino, pero yo lo veo como fuerzas psicológicas
muy refrescantes y alentadoras. Son la más grande garantía de que la mente
independiente, al menos, resistirá siempre a toda fuerza externa y extraña
ejercida sobre el corazón y la cabeza humanas.
Algunos preguntarán, ¿qué hay de las naturalezas débiles,
no deben ser protegidas? Sí, pero para poder hacerlo, será necesario darse
cuenta de que la educación de los niños no es sinónimo de la instrucción y
entrenamiento de ganado. Si la educación ha de significar realmente algo, debe
insistir en el libre crecimiento y desarrollo de las fuerzas y tendencias
innatas del niño. Solo de este modo podemos esperar al individuo libre y eventualmente también a una
comunidad libre, que habrá de hacer que la interferencia y la coerción del
crecimiento humano sea imposible.