domingo, 6 de noviembre de 2016

El Estado




Por Manuel González Prada.



Esclavizarse por razón de política vale tanto como someterse por causa de religión: esclavos de una casaca o de una levita da lo mismo que siervo de una sotana o de un hábito. Reconocer la omnipotencia de un Parlamento es, acaso, más absurdo que admitir la infalibilidad de un concilio: siquiera en las magnas reuniones de los clérigos ergotizan y fallan hombres que saben latín y cánones, mientras en los congresos divagan y legiferan personajes que a duras penas logran recordar cuántos dedos llevan en cada mano.

En el orden civil se puede ser tan Domingo de Guzmán y Torquemada como en el gobierno eclesiástico. Inquisidores laicos, los políticos mudan la Diosa-Iglesia por el Dios-Estado y rechazan los misterios del Catolicismo para profesar los dogmas de la Ley. El espíritu que anima a los curas no se diferencia mucho del que arrastra a los hombres públicos: tonsurados y no tonsurados, todos proceden o procederían de igual manera. Los políticos no fulminan excomuniones ni encienden hogueras, más declaran fuera de la ley, encarcelan, deportan y fusilan: hacen cuanto el medio social permite, que muy bien excomulgarían y quemarían, si les dejaran excomulgar y quemar.

Antes se negaba la moralidad sin la religión; hoy no se admiten el orden sin las leyes, el individuo sin la autoridad, la fiera sin el domador. Como el amor a Dios y el miedo al infierno se han convertido en entidades despreciables que de nada influyen en la conducta de las personas ingénitamente honradas, así el respeto a las autoridades y el temor a los códigos no engendran la rectitud de los corazones bien puestos: sin alguaciles ni cárceles, los honrados seguirán procediendo honradamente, como a pesar de cárceles y alguaciles, los malos continúan haciendo el mal.

Los que en nuestros días no conciben el movimiento social sin el motor del Estado se parecen a los infelices que en pleno siglo XIX no comprendían cómo un tren pudiera ir y venir sin la tracción animal. Recuerdan también al campesino que se lo explicaba todo en el automóvil menos el cómo pudiera andar sin caballos.

El individuo se ha degradado hasta el punto de convertirse en cuerpo sin alma, incondicionalmente sometido a la fuerza del Estado; para él suda y se agota en la mina, en el terruño y en la fábrica; por él lucha y muere en los campos de batalla. En la Edad Media fuimos un trozo de género para coser una sotana; hoy somos el mismo trozo para hacer una casaca. Y(todo lo sufrimos cobarde y ovejunamente! Merced a innumerables siglos de esclavitud y servidumbre, parece que hubiéramos adquirido el miedo de vernos libres y dueños de nosotros mismos: en plena libertad, vacilamos como ciegos sin lazarillo, temblamos como niño en medio de las tinieblas.

Por eso, las mismas víctimas unen su voz a la voz de los verdugos para clamar contra los valerosos reformadores que predican la total emancipación del individuo. Más no creemos que en las muchedumbres dure eternamente esa aberración mental. Las semillas arrojadas por los grandes libertarios de Rusia y Francia van germinando en América y Europa. Los burgueses más espantadizos empiezan a ver en la Anarquía algo que no se resume en las bombas de Vaillant y Ravachol.

Los que vengan mañana, juzgarán a los actuales enemigos del Estado, como nosotros juzgamos a los antiguos adversarios de la Iglesia: verán en anarquistas y rebeldes lo que nosotros vemos hoy en los impíos y herejes de otras épocas.


Manuel González Prada


(*) Este texto se publicó en 1904 en el periódico anarcosindicalista Los Parias, en Lima - Perú.