Por Manuel González Prada.
Esclavizarse por razón de
política vale tanto como someterse por causa de religión: esclavos de una
casaca o de una levita da lo mismo que siervo de una sotana o de un hábito.
Reconocer la omnipotencia de un Parlamento es, acaso, más absurdo que admitir la
infalibilidad de un concilio: siquiera en las magnas reuniones de los clérigos
ergotizan y fallan hombres que saben latín y cánones, mientras en los congresos
divagan y legiferan personajes que a duras penas logran recordar cuántos dedos
llevan en cada mano.
En el orden civil se puede
ser tan Domingo de Guzmán y Torquemada como en el gobierno eclesiástico.
Inquisidores laicos, los políticos mudan la Diosa-Iglesia por el Dios-Estado y
rechazan los misterios del Catolicismo para profesar los dogmas de la Ley. El
espíritu que anima a los curas no se diferencia mucho del que arrastra a los
hombres públicos: tonsurados y no tonsurados, todos proceden o procederían de
igual manera. Los políticos no fulminan excomuniones ni encienden hogueras, más
declaran fuera de la ley, encarcelan, deportan y fusilan: hacen cuanto el medio
social permite, que muy bien excomulgarían y quemarían, si les dejaran
excomulgar y quemar.
Antes se negaba la moralidad
sin la religión; hoy no se admiten el orden sin las leyes, el individuo sin la
autoridad, la fiera sin el domador. Como el amor a Dios y el miedo al infierno
se han convertido en entidades despreciables que de nada influyen en la
conducta de las personas ingénitamente honradas, así el respeto a las
autoridades y el temor a los códigos no engendran la rectitud de los corazones
bien puestos: sin alguaciles ni cárceles, los honrados seguirán procediendo
honradamente, como a pesar de cárceles y alguaciles, los malos continúan
haciendo el mal.
Los que en nuestros días no
conciben el movimiento social sin el motor del Estado se parecen a los
infelices que en pleno siglo XIX no comprendían cómo un tren pudiera ir y venir
sin la tracción animal. Recuerdan también al campesino que se lo explicaba todo
en el automóvil menos el cómo pudiera andar sin caballos.
El individuo se ha degradado
hasta el punto de convertirse en cuerpo sin alma, incondicionalmente sometido a
la fuerza del Estado; para él suda y se agota en la mina, en el terruño y en la
fábrica; por él lucha y muere en los campos de batalla. En la Edad Media fuimos
un trozo de género para coser una sotana; hoy somos el mismo trozo para hacer
una casaca. Y(todo lo sufrimos cobarde y ovejunamente! Merced a innumerables
siglos de esclavitud y servidumbre, parece que hubiéramos adquirido el miedo de
vernos libres y dueños de nosotros mismos: en plena libertad, vacilamos como
ciegos sin lazarillo, temblamos como niño en medio de las tinieblas.
Por eso, las mismas víctimas
unen su voz a la voz de los verdugos para clamar contra los valerosos
reformadores que predican la total emancipación del individuo. Más no creemos
que en las muchedumbres dure eternamente esa aberración mental. Las semillas
arrojadas por los grandes libertarios de Rusia y Francia van germinando en
América y Europa. Los burgueses más espantadizos empiezan a ver en la Anarquía
algo que no se resume en las bombas de Vaillant y Ravachol.
Los que vengan mañana,
juzgarán a los actuales enemigos del Estado, como nosotros juzgamos a los
antiguos adversarios de la Iglesia: verán en anarquistas y rebeldes lo que
nosotros vemos hoy en los impíos y herejes de otras épocas.
Manuel González Prada |
(*) Este texto se publicó en
1904 en el periódico anarcosindicalista Los
Parias, en Lima - Perú.