sábado, 14 de mayo de 2016

La hipocresía del puritanismo




Por Emma Goldman.





Hablando del puritanismo respecto al arte, Mr. Gutzon Borglum ha dicho:


El puritanismo nos ha hecho tan estrechos de mente y de tal modo hipócritas y ello por tan largo tiempo, que la sinceridad, así como la aceptación de los impulsos más naturales en nosotros han sido completamente desterrados con el consecuente resultado que ya no pudo haber verdad alguna, ni en los individuos ni en el arte.

Mr. Borglum pudo añadir que el puritanismo hizo también imposible e intolerable la vida misma. Esta, más que el arte, más que la estética, representa la belleza en sus miles cambiantes y variaciones es, en realidad, un gigantesco panorama en mudanza continua. Y el puritanismo, al contrario, fijó una concepción de vida inamovible; se basa en la idea calvinista, por la cual la existencia es una maldición que se nos impuso por mandato de Dios. Con la finalidad de redimirse, la criatura humana ha de penar constantemente, deberá repudiar todo lo que le es natural, todo sano impulso, volviéndole la espalda a la belleza y a la alegría.

El puritanismo inauguró su reinado de terror en Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, destruyendo y persiguiendo toda manifestación de arte y cultura. Ha sido el espíritu del puritanismo el que le robó a Shelley sus hijos porque no quiso inclinarse ante los dictados de la religión. Fue la misma estrechez espiritual que enemistó a Byron con su tierra natal; porque el genio supo rebelarse contra la monotonía, la vulgaridad y la pequeñez de su país. Ha sido también el puritanismo el que forzó a algunas mujeres libres de Inglaterra a incurrir en la mentira convencional del matrimonio: Mary Wollstonecraft, luego, George Elliot. Y más recientemente también exigió otra víctima: Oscar Wilde. En efecto, el puritanismo no cesó nunca de ser el facto más pernicioso en los dominios de John Bull, actuando como censor en las expresiones artísticas de su pueblo, estampando su consentimiento solamente cuando se trataba de la respetable vulgaridad de la mediocracia.

Y es por eso que el depurado británico Jingoísmo (o sea, la belicosidad puritana), ha señalado a Norteamérica como uno de los países donde se refugió el provincialismo puritano. Es una gran verdad que nuestra vida ha sido infectada por el puritanismo, el cual está matando todo lo que es natural y sano en nuestros impulsos. Pero también es verdad que a Inglaterra debemos el haber transplantado a nuestro suelo esa aborrecible doctrina espiritual. Nos fue legada por nuestros abuelos, los peregrinos del Mayflower. Huyendo de la persecución y de la opresión, la fama de los padres peregrinos hizo que se estableciera en el Nuevo Mundo el reinado puritano de la tiranía y el crimen. La historia de Nueva Inglaterra y especialmente de Massachusetts, está llena de horrores que convirtieron la vida en tinieblas, la alegría en desesperación, lo natural en morbosa enfermedad, y la honestidad y la verdad en odiosas mentiras e hipocresías. Emplumar vivas las víctimas con alquitrán, así como condenarlas al escarnio público de los azotes, como otras tantas formas de torturas y suplicios, fueron los métodos ingleses puestos en práctica para purificar a Norteamérica.

Boston, ahora una ciudad culta, ha pasado a la historia de los anales del puritanismo, como La Ciudad Sangrienta. Rivalizó con Salem, en su cruel persecución a las opiniones heréticas religiosas. Una mujer medio desnuda, con su bebé en brazos, fue azotada en público por el supuesto delito de abusar de la libertad de palabra; en el mismo lugar se ahorcó a una mujer cuáquera, Mary Dyer, en 1657. En efecto, Boston ha sido teatro de muchos crímenes horribles cometidos por el puritanismo. Salem, en el verano de 1692, mató ochenta personas acusadas del imaginario delito de brujería. Como bien dijo Canning: Los peregrinos del Mayflower infectaron el Nuevo Mundo para enderezar los entuertos del Viejo. Los actos vandálicos y los horrores de ese periodo hallaron su suprema expresión en uno de los clásicos norteamericanos: The Scarlet Letter.

El puritanismo ya no emplea el torniquete y la mordaza, pero sigue manteniendo una influencia cada vez más deletérea, perniciosa, en la mentalidad norteamericana. Ninguna palabra podrá explicar, por ejemplo, el poder omnímodo de Comstock. Lo mismo que el Torquemada de los días sombríos de la inquisición, Comstock es el autócrata de nuestra moral o morales; dicta los cánones de lo bueno y de lo malo, de la pureza y del vicio. Como un ladrón en la noche, se desliza en la vida privada de las personas, espiando sus intimidades más recatadas. El sistema de espionaje implantado por este hombre supera en desvergüenza a la infame tercera división de la policía secreta rusa. ¿Cómo puede tolerar la opinión pública semejante ultraje a sus libertades públicas y privadas? Simplemente porque Comstock es la grosera expresión del puritanismo que se injertó en la sangre anglosajona, y aun los más avanzados liberales no han podido emanciparse de esta triste herencia esclavizadora. Los cortos de entendimiento y las principales figuras de Young Men's and Women's Christian Temperance Unions, Purity League, American Sabbath Unions y el Prohibition Party, con su patrono y santón Anthony Comstock, son los sepultureros del arte y de la cultura norteamericana.

Europa por lo menos puede jactarse de poseer cierta valentía en sus movimientos literarios y artísticos, los que en sus múltiples manifestaciones trataron de ahondar los problemas sociales y sexuales de nuestro tiempo, ejerciendo una severa critica acerca de todas nuestras indudables fallas. Con el bisturí del cirujano ha disecado la carcasa del puritanismo, intentando despejar el camino para que los hombres, descargados del peso muerto del pasado, puedan marchar un poco más libremente. Mas aquí el puritanismo es un constante freno, una insistente traba que desvía, deforma la vida norteamericana, en la cual no puede germinar la verdad, ni la sinceridad. Nada más que sordidez y mediocridad dicta la humana conducta, coartando la naturalidad de las expresiones, sofocando nuestros más nobles y bellos impulsos. El puritanismo del siglo XX sigue siendo el peor enemigo de la libertad y de la belleza, como cuando por primera vez desembarcó en Plimouth Rock. 

Repudia como algo vil y pecaminoso nuestros más profundos sentimientos; pero siendo él sordo y ciego a las armoniosas funciones de las emociones humanas, es el creador de los vicios más inexplicables y sádicos.

La historia entera del ascetismo religioso prueba esta verdad irrebatible. La Iglesia, así como la doctrina puritana, ha combatido la carne como un mal y la quiso domeñar a toda costa. El resultado de esta malsana actitud ha compenetrado ya la mentalidad de los pensadores y educacionistas modernos, quienes han reaccionado contra ella. Han comprendido que la desnudez humana posee un valor incomparable, tanto físico como espiritual; aleja con su influencia la natural curiosidad maliciosa de los jóvenes y actúa sobre ellos como un preventivo contra el sensualismo y las emociones mórbidas. Es también una inspiración para los adultos, quienes crecieron sin satisfacer esa juvenil curiosidad. Además, la visión de la esencia de la eterna forma humana, lo que hay de más cerca a nosotros en el mundo, con vigor, su belleza y gracia, es uno de los más portentosos tónicos de esta vida (The psychology of sex). Pero el espíritu del puritanismo ha pervertido de tal manera la imaginación de la gente, que ella ha perdido ya su frescura de sentimientos para apreciar la belleza del desnudo, obligándonos a ocultarlo con el pretexto de la castidad. Y todavía la castidad misma no es más que una imposición artificial a la naturaleza, evidenciando una falsa vergüenza cuando hemos de exhibir la desnudez de la forma humana. La idea moderna de la castidad, en especial respecto a las mujeres, no es más que la sensual exageración de las pasiones naturales. La castidad varía según la cantidad de ropa que se lleva encima, y de ahí que un purista cristiano procura cubrir el fuego interior, su paganismo, con muchos trapos, y en seguida se ha de convertir en puro y casto.

El puritanismo, con su visión pervertida tocante a las funciones del cuerpo humano, particularmente a la mujer la condenó a la soltería, o a la procreación sin discernir si produce razas enfermas o taradas, o a la prostitución. La enormidad de este crimen de lesa humanidad aparece a la vista cuando se toman en cuenta los resultados. A la mujer célibe se le impone una absoluta continencia sexual, so pena de pasar por inmoral, o fallida en su honor para toda su existencia; con las inevitables consecuencias de la neurastenia, impotencia y abulia y una gran variedad de trastornos nerviosos que significarán desgano para el trabajo, desvíos ante las alegrías de la vida, constante preocupación de deseos sexuales, insomnios y pesadillas. El arbitrario, nocivo precepto de una total abstinencia sexual por parte de la mujer, explica también la desigualdad mental de ambos sexos. Es lo que cree Freud, que la inferioridad intelectual de la mujer o de muchas mujeres respecto al hombre, se debe a la coacción que se ejerce sobre su pensamiento para reprimir sus manifestaciones sexuales. El puritanismo, habiendo suprimido los naturales deseos sexuales en la soltera, bendice a su hermana la casada con una prolífica fecundidad. En verdad, no sólo la bendice, sino que la obliga, frágil y delicada por la anterior continencia, a tener familia sin consideración a su debilidad física o a sus precarias condiciones económicas para sostener muchos hijos. Los métodos preventivos para regular la fecundidad femenina, aun los más seguros y científicos, son absolutamente prohibidos; y aun la sola mención de ellos podrá atraer a quien los enuncie el calificativo de criminal.

Gracias a este tiránico principio del puritanismo, la mayoría de las mujeres se hallan en el extremo límite de sus fuerzas físicas. Enfermas, agotadas, se encuentran completamente inhabilitadas para proporcionar el más elemental cuidado a sus hijos. Añadido esto a la tirantez económica, impele a una infinidad de mujeres a correr cualquier riesgo antes que seguir dando a luz. La costumbre de provocar los abortos ha alcanzado tan grandes proporciones en Norteamérica, que es algo increíble. Según las investigaciones realizadas en este sentido, se producen diecisiete abortos cada cien embarazos. Este alarmante porcentaje comprende sólo lo que llega al conocimiento de los facultativos. Sabiendo con qué secreto debe desenvolverse necesariamente esta actividad y el fatal corolario de la inexperiencia profesional con que se llevan a cabo estas operaciones clandestinas, el puritanismo sigue segando miles de víctimas por causa de su estupidez e hipocresía.

La prostitución, no obstante se le dé caza, se la encarcele y se le cargue de cadenas, es a pesar de todo un producto natural y un gran triunfo del puritanismo. Es uno de los niños más mimados de la intolerancia devota. La prostituta es la furia de este siglo que pasa por los países civilizados como huracán que siembra por doquier enfermedades asquerosas en devastación mortífera. El único remedio que el puritanismo ofrece para este su hijo malcriado es una intensa represión y una más despiadada persecución. El último desmán sobre este asunto ha sido la Ley Page, que impuso al estado de Nueva York el último crimen de Europa, es decir, la libreta de identidad para estas infortunadas víctimas del puritanismo. De igual manera busca la ocultación del terrible morbo -su propia creación-, las enfermedades venéreas. Lo más desalentador de todo esto, fue la obtusa estrechez de este espíritu que llegó a emponzoñar a los llamados liberales, cegándoles para que se uniesen a la cruzada contra esta cosa nacida de la hipocresía del puritanismo, la prostitución y sus resultados. En su cobarde miopía se rehúsa a ver cuál es el verdadero método de prevención, el que puede consistir en esta simple declaración: Las enfermedades venéreas no son cosas misteriosas, ni terribles, ni son tampoco el castigo contra la carne pecadora, ni una especie de vergonzoso mal blandido por la maldición puritana, sino una enfermedad como otra que puede ser tratada y curada. Por este régimen de subterfugios, de disimulo, el puritanismo ha favorecido las condiciones para el aumento y el desarrollo de estas enfermedades. Su mojigatería se ha puesto al desnudo más que nunca debido a su insensata actitud respecto al descubrimiento del profesor Ehrlich, y cuya indecible hipocresía intenta echar una suerte de velo sobre la importante cura de la sífilis, con la vaga alusión de que es un remedio para cierto veneno.

Su ilimitada capacidad para hacer el mal tiene por causa su atrincheramiento tras del Estado y las leyes. Pretendiendo salvaguardar a la gente de los grandes pecados de la inmoralidad, se ha infiltrado en la maquinaria del gobierno, y añadió a su usurpación del puesto de guardián de la moralidad, que le correspondía a la censura legal, la fiscalización de nuestros sentimientos y aun de nuestra propia conducta privada.

El arte, la literatura, el teatro y la intimidad de la correspondencia privada se hallan a merced de este tirano. Anthony Comstock u otro policía igualmente ignorante, retiene el poder de profanar el genio, de pisotear y mutilar las sublimes creaciones de la naturaleza humana. Los libros que tratan e intentan dilucidar las cuestiones más vitales de nuestra existencia, los que procuran iluminar con su verbo los oscuros y peligrosos problemas del vivir contemporáneo, son tratados como tantos delitos cometidos; y sus infortunados autores arrojados a la cárcel, o sumidos en la desesperación y la muerte.

Ni en los dominios del zar se ultraja tan frecuentemente y con tal extensión las libertades personales como en los Estados Unidos, la fortaleza de los eunucos puritanos. Aquí el solo día de fiesta, de expansión, de recreo, el sábado se ha hecho odioso y completamente antipático. Todos los autores que escribieron sobre las costumbres primitivas han convenido que el sábado fue el día de las festividades, libre de enojosos deberes, un día de regocijo y de alegría general.

En todos los países de Europa esta tradición sigue aportando algún alivio a la gente, contra la formidable monotonía y la estupidez de la era cristiana. En las grandes ciudades, en todas partes, las salas de conciertos y de variedades, teatros, museos, jardines, se llenan de hombres, de mujeres y de niños, especialmente de trabajadores con sus familias rebosantes de alegría y de nueva vida, olvidados de la rutina y de las preocupaciones de los otros días ordinarios. Y es que en ese día las masas demuestran lo que realmente significa la vida en una sociedad sana, que por el trabajo esclavo y sus sórdidas miras utilitarias, echa a perder todo propósito ennoblecedor.

Y el puritanismo norteamericano le robó a su pueblo, asimismo, ese único día de libre expansión. Naturalmente que los únicos afectados son los trabajadores: nuestros millonarios poseen sus palacios y los suntuosos clubes. Es el pobre el que se halla condenado a la monotonía aburridora del sábado norteamericano. La sociabilidad europea, que se expande alegremente al aire libre, se trueca aquí por la penumbra de la iglesia o de la nauseabunda e inficionada atmósfera de la cantina de campaña, o por el embrutecedor ambiente de los despachos de bebidas. En los estados donde se hallan en vigencia las leyes prohibitivas el pueblo adquiere con sus magras ganancias, licores adulterados y se embriaga en su casa. Como todos bien saben, la ley de prohibición de los alcoholes no es más que una farsa. Esta, como otras empresas e iniciativas del puritanismo, trata solamente de hacer más virulenta la perversión, el mal, en la criatura humana. En ningún sitio se encuentran tantos borrachos como en las ciudades donde rige el régimen prohibitivo. Pero mientras se pueda usar siempre caramelos perfumados para despistar el tufo alcohólico de la hipocresía todo irá bien. Si el propósito ostensible de esa ley prohibitiva es oponerse al expendio de los licores por razones de salud y economía, su espíritu siendo anormal, no hace más que dar resultados anormales creando una vida de anormalidades y de aberración.

Todo estímulo que excita ligeramente la imaginación e intensifica las funciones del espíritu, es necesario, como el aire para el organismo humano. A veces vigoriza el cuerpo y agranda nuestra visión, sobre la fraterna cordialidad universal de los seres humanos. Por otra parte, sin los estimulantes de una forma o de otra es imposible la labor creadora, ni tampoco ese tolerante sentido de la bondad y de la generosidad. El hecho de que algunos hombres de genio hallaron su inspiración en el cáliz de cualquier excitante y abusaron también de ellos, no justifica que el puritanismo intente amordazar toda la gama de las emociones humanas. Un Byron y un Poe activaron de tal modo las fibras más nobles de la Humanidad, que ningún puritano llegará, ni cerca, a realizar ese milagro. Este último le dio a la vida un nuevo sentido y la vistió de colores maravillosos; el primero tornó el agua en sangre viviente y roja; la vulgaridad en belleza y en deslumbrante variedad lo uniforme, lo monótono.

En cambio, el puritanismo, en cualquiera de sus expresiones no es más que un germen ponzoñoso. En la superficie podrá parecer fuerte y vigoroso; pero el veneno, el tóxico letal obrará por dentro, hasta que su entera estructura sea derribada. Todo espíritu libre convendrá con Hipólito Taine en que el puritanismo es la muerte de la cultura, de la filosofía y de la cordialidad social; es la característica de la vulgaridad y de lo tenebroso.