Por Emma Goldman.
Hablando del puritanismo respecto al arte, Mr. Gutzon
Borglum ha dicho:
El puritanismo nos ha hecho tan estrechos de mente y de
tal modo hipócritas y ello por tan largo tiempo, que la sinceridad, así como la
aceptación de los impulsos más naturales en nosotros han sido completamente
desterrados con el consecuente resultado que ya no pudo haber verdad alguna, ni
en los individuos ni en el arte.
Mr. Borglum pudo añadir que el puritanismo hizo también
imposible e intolerable la vida misma. Esta, más que el arte, más que la
estética, representa la belleza en sus miles cambiantes y variaciones es, en
realidad, un gigantesco panorama en mudanza continua. Y el puritanismo, al
contrario, fijó una concepción de vida inamovible; se basa en la idea
calvinista, por la cual la existencia es una maldición que se nos impuso por
mandato de Dios. Con la finalidad de redimirse, la criatura humana ha de penar
constantemente, deberá repudiar todo lo que le es natural, todo sano impulso,
volviéndole la espalda a la belleza y a la alegría.
El puritanismo inauguró su reinado de terror en
Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, destruyendo y persiguiendo toda
manifestación de arte y cultura. Ha sido el espíritu del puritanismo el que le
robó a Shelley sus hijos porque no quiso inclinarse ante los dictados de la
religión. Fue la misma estrechez espiritual que enemistó a Byron con su tierra
natal; porque el genio supo rebelarse contra la monotonía, la vulgaridad y la
pequeñez de su país. Ha sido también el puritanismo el que forzó a algunas
mujeres libres de Inglaterra a incurrir en la mentira convencional del
matrimonio: Mary Wollstonecraft, luego, George Elliot. Y más recientemente
también exigió otra víctima: Oscar Wilde. En efecto, el puritanismo no cesó
nunca de ser el facto más pernicioso en los dominios de John Bull, actuando
como censor en las expresiones artísticas de su pueblo, estampando su
consentimiento solamente cuando se trataba de la respetable vulgaridad de la
mediocracia.
Y es por eso que el depurado británico Jingoísmo (o sea,
la belicosidad puritana), ha señalado a Norteamérica como uno de los países
donde se refugió el provincialismo puritano. Es una gran verdad que nuestra
vida ha sido infectada por el puritanismo, el cual está matando todo lo que es
natural y sano en nuestros impulsos. Pero también es verdad que a Inglaterra
debemos el haber transplantado a nuestro suelo esa aborrecible doctrina
espiritual. Nos fue legada por nuestros abuelos, los peregrinos del Mayflower.
Huyendo de la persecución y de la opresión, la fama de los padres peregrinos
hizo que se estableciera en el Nuevo Mundo el reinado puritano de la tiranía y
el crimen. La historia de Nueva Inglaterra y especialmente de Massachusetts,
está llena de horrores que convirtieron la vida en tinieblas, la alegría en
desesperación, lo natural en morbosa enfermedad, y la honestidad y la verdad en
odiosas mentiras e hipocresías. Emplumar vivas las víctimas con alquitrán, así
como condenarlas al escarnio público de los azotes, como otras tantas formas de
torturas y suplicios, fueron los métodos ingleses puestos en práctica para
purificar a Norteamérica.
Boston, ahora una ciudad culta, ha pasado a la historia
de los anales del puritanismo, como La Ciudad Sangrienta. Rivalizó con Salem,
en su cruel persecución a las opiniones heréticas religiosas. Una mujer medio
desnuda, con su bebé en brazos, fue azotada en público por el supuesto delito
de abusar de la libertad de palabra; en el mismo lugar se ahorcó a una mujer
cuáquera, Mary Dyer, en 1657. En efecto, Boston ha sido teatro de muchos
crímenes horribles cometidos por el puritanismo. Salem, en el verano de 1692,
mató ochenta personas acusadas del imaginario delito de brujería. Como bien
dijo Canning: Los peregrinos del Mayflower infectaron el Nuevo Mundo para
enderezar los entuertos del Viejo. Los actos vandálicos y los horrores de ese
periodo hallaron su suprema expresión en uno de los clásicos norteamericanos:
The Scarlet Letter.
El puritanismo ya no emplea el torniquete y la mordaza,
pero sigue manteniendo una influencia cada vez más deletérea, perniciosa, en la
mentalidad norteamericana. Ninguna palabra podrá explicar, por ejemplo, el
poder omnímodo de Comstock. Lo mismo que el Torquemada de los días sombríos de
la inquisición, Comstock es el autócrata de nuestra moral o morales; dicta los
cánones de lo bueno y de lo malo, de la pureza y del vicio. Como un ladrón en
la noche, se desliza en la vida privada de las personas, espiando sus
intimidades más recatadas. El sistema de espionaje implantado por este hombre
supera en desvergüenza a la infame tercera división de la policía secreta rusa.
¿Cómo puede tolerar la opinión pública semejante ultraje a sus libertades
públicas y privadas? Simplemente porque Comstock es la grosera expresión del
puritanismo que se injertó en la sangre anglosajona, y aun los más avanzados
liberales no han podido emanciparse de esta triste herencia esclavizadora. Los
cortos de entendimiento y las principales figuras de Young Men's and Women's
Christian Temperance Unions, Purity League, American Sabbath Unions y el
Prohibition Party, con su patrono y santón Anthony Comstock, son los
sepultureros del arte y de la cultura norteamericana.
Europa por lo menos puede jactarse de poseer cierta
valentía en sus movimientos literarios y artísticos, los que en sus múltiples
manifestaciones trataron de ahondar los problemas sociales y sexuales de
nuestro tiempo, ejerciendo una severa critica acerca de todas nuestras
indudables fallas. Con el bisturí del cirujano ha disecado la carcasa del
puritanismo, intentando despejar el camino para que los hombres, descargados
del peso muerto del pasado, puedan marchar un poco más libremente. Mas aquí el
puritanismo es un constante freno, una insistente traba que desvía, deforma la
vida norteamericana, en la cual no puede germinar la verdad, ni la sinceridad.
Nada más que sordidez y mediocridad dicta la humana conducta, coartando la
naturalidad de las expresiones, sofocando nuestros más nobles y bellos
impulsos. El puritanismo del siglo XX sigue siendo el peor enemigo de la
libertad y de la belleza, como cuando por primera vez desembarcó en Plimouth
Rock.
Repudia como algo vil y pecaminoso nuestros más profundos sentimientos;
pero siendo él sordo y ciego a las armoniosas funciones de las emociones
humanas, es el creador de los vicios más inexplicables y sádicos.
La historia entera del ascetismo religioso prueba esta
verdad irrebatible. La Iglesia, así como la doctrina puritana, ha combatido la
carne como un mal y la quiso domeñar a toda costa. El resultado de esta malsana
actitud ha compenetrado ya la mentalidad de los pensadores y educacionistas
modernos, quienes han reaccionado contra ella. Han comprendido que la desnudez
humana posee un valor incomparable, tanto físico como espiritual; aleja con su
influencia la natural curiosidad maliciosa de los jóvenes y actúa sobre ellos
como un preventivo contra el sensualismo y las emociones mórbidas. Es también
una inspiración para los adultos, quienes crecieron sin satisfacer esa juvenil
curiosidad. Además, la visión de la esencia de la eterna forma humana, lo que
hay de más cerca a nosotros en el mundo, con vigor, su belleza y gracia, es uno
de los más portentosos tónicos de esta vida (The psychology of sex). Pero el
espíritu del puritanismo ha pervertido de tal manera la imaginación de la
gente, que ella ha perdido ya su frescura de sentimientos para apreciar la
belleza del desnudo, obligándonos a ocultarlo con el pretexto de la castidad. Y
todavía la castidad misma no es más que una imposición artificial a la
naturaleza, evidenciando una falsa vergüenza cuando hemos de exhibir la
desnudez de la forma humana. La idea moderna de la castidad, en especial
respecto a las mujeres, no es más que la sensual exageración de las pasiones
naturales. La castidad varía según la cantidad de ropa que se lleva encima, y
de ahí que un purista cristiano procura cubrir el fuego interior, su paganismo,
con muchos trapos, y en seguida se ha de convertir en puro y casto.
El puritanismo, con su visión pervertida tocante a las
funciones del cuerpo humano, particularmente a la mujer la condenó a la
soltería, o a la procreación sin discernir si produce razas enfermas o taradas,
o a la prostitución. La enormidad de este crimen de lesa humanidad aparece a la
vista cuando se toman en cuenta los resultados. A la mujer célibe se le impone
una absoluta continencia sexual, so pena de pasar por inmoral, o fallida en su
honor para toda su existencia; con las inevitables consecuencias de la
neurastenia, impotencia y abulia y una gran variedad de trastornos nerviosos
que significarán desgano para el trabajo, desvíos ante las alegrías de la vida,
constante preocupación de deseos sexuales, insomnios y pesadillas. El
arbitrario, nocivo precepto de una total abstinencia sexual por parte de la
mujer, explica también la desigualdad mental de ambos sexos. Es lo que cree
Freud, que la inferioridad intelectual de la mujer o de muchas mujeres respecto
al hombre, se debe a la coacción que se ejerce sobre su pensamiento para
reprimir sus manifestaciones sexuales. El puritanismo, habiendo suprimido los
naturales deseos sexuales en la soltera, bendice a su hermana la casada con una
prolífica fecundidad. En verdad, no sólo la bendice, sino que la obliga, frágil
y delicada por la anterior continencia, a tener familia sin consideración a su
debilidad física o a sus precarias condiciones económicas para sostener muchos
hijos. Los métodos preventivos para regular la fecundidad femenina, aun los más
seguros y científicos, son absolutamente prohibidos; y aun la sola mención de
ellos podrá atraer a quien los enuncie el calificativo de criminal.
Gracias a este tiránico principio del puritanismo, la
mayoría de las mujeres se hallan en el extremo límite de sus fuerzas físicas.
Enfermas, agotadas, se encuentran completamente inhabilitadas para proporcionar
el más elemental cuidado a sus hijos. Añadido esto a la tirantez económica,
impele a una infinidad de mujeres a correr cualquier riesgo antes que seguir
dando a luz. La costumbre de provocar los abortos ha alcanzado tan grandes
proporciones en Norteamérica, que es algo increíble. Según las investigaciones
realizadas en este sentido, se producen diecisiete abortos cada cien embarazos.
Este alarmante porcentaje comprende sólo lo que llega al conocimiento de los
facultativos. Sabiendo con qué secreto debe desenvolverse necesariamente esta
actividad y el fatal corolario de la inexperiencia profesional con que se
llevan a cabo estas operaciones clandestinas, el puritanismo sigue segando
miles de víctimas por causa de su estupidez e hipocresía.
La prostitución, no obstante se le dé caza, se la
encarcele y se le cargue de cadenas, es a pesar de todo un producto natural y
un gran triunfo del puritanismo. Es uno de los niños más mimados de la
intolerancia devota. La prostituta es la furia de este siglo que pasa por los
países civilizados como huracán que siembra por doquier enfermedades asquerosas
en devastación mortífera. El único remedio que el puritanismo ofrece para este
su hijo malcriado es una intensa represión y una más despiadada persecución. El
último desmán sobre este asunto ha sido la Ley Page, que impuso al estado de
Nueva York el último crimen de Europa, es decir, la libreta de identidad para
estas infortunadas víctimas del puritanismo. De igual manera busca la
ocultación del terrible morbo -su propia creación-, las enfermedades venéreas.
Lo más desalentador de todo esto, fue la obtusa estrechez de este espíritu que
llegó a emponzoñar a los llamados liberales, cegándoles para que se uniesen a
la cruzada contra esta cosa nacida de la hipocresía del puritanismo, la
prostitución y sus resultados. En su cobarde miopía se rehúsa a ver cuál es el
verdadero método de prevención, el que puede consistir en esta simple
declaración: Las enfermedades venéreas no son cosas misteriosas, ni terribles,
ni son tampoco el castigo contra la carne pecadora, ni una especie de
vergonzoso mal blandido por la maldición puritana, sino una enfermedad como
otra que puede ser tratada y curada. Por este régimen de subterfugios, de
disimulo, el puritanismo ha favorecido las condiciones para el aumento y el
desarrollo de estas enfermedades. Su mojigatería se ha puesto al desnudo más
que nunca debido a su insensata actitud respecto al descubrimiento del profesor
Ehrlich, y cuya indecible hipocresía intenta echar una suerte de velo sobre la
importante cura de la sífilis, con la vaga alusión de que es un remedio para
cierto veneno.
Su ilimitada capacidad para hacer el mal tiene por causa
su atrincheramiento tras del Estado y las leyes. Pretendiendo salvaguardar a la
gente de los grandes pecados de la inmoralidad, se ha infiltrado en la
maquinaria del gobierno, y añadió a su usurpación del puesto de guardián de la
moralidad, que le correspondía a la censura legal, la fiscalización de nuestros
sentimientos y aun de nuestra propia conducta privada.
El arte, la literatura, el teatro y la intimidad de la
correspondencia privada se hallan a merced de este tirano. Anthony Comstock u
otro policía igualmente ignorante, retiene el poder de profanar el genio, de
pisotear y mutilar las sublimes creaciones de la naturaleza humana. Los libros
que tratan e intentan dilucidar las cuestiones más vitales de nuestra
existencia, los que procuran iluminar con su verbo los oscuros y peligrosos
problemas del vivir contemporáneo, son tratados como tantos delitos cometidos;
y sus infortunados autores arrojados a la cárcel, o sumidos en la desesperación
y la muerte.
Ni en los dominios del zar se ultraja tan frecuentemente
y con tal extensión las libertades personales como en los Estados Unidos, la
fortaleza de los eunucos puritanos. Aquí el solo día de fiesta, de expansión,
de recreo, el sábado se ha hecho odioso y completamente antipático. Todos los
autores que escribieron sobre las costumbres primitivas han convenido que el
sábado fue el día de las festividades, libre de enojosos deberes, un día de
regocijo y de alegría general.
En todos los países de Europa esta tradición sigue
aportando algún alivio a la gente, contra la formidable monotonía y la
estupidez de la era cristiana. En las grandes ciudades, en todas partes, las
salas de conciertos y de variedades, teatros, museos, jardines, se llenan de
hombres, de mujeres y de niños, especialmente de trabajadores con sus familias
rebosantes de alegría y de nueva vida, olvidados de la rutina y de las
preocupaciones de los otros días ordinarios. Y es que en ese día las masas
demuestran lo que realmente significa la vida en una sociedad sana, que por el
trabajo esclavo y sus sórdidas miras utilitarias, echa a perder todo propósito
ennoblecedor.
Y el puritanismo norteamericano le robó a su pueblo,
asimismo, ese único día de libre expansión. Naturalmente que los únicos
afectados son los trabajadores: nuestros millonarios poseen sus palacios y los
suntuosos clubes. Es el pobre el que se halla condenado a la monotonía
aburridora del sábado norteamericano. La sociabilidad europea, que se expande
alegremente al aire libre, se trueca aquí por la penumbra de la iglesia o de la
nauseabunda e inficionada atmósfera de la cantina de campaña, o por el
embrutecedor ambiente de los despachos de bebidas. En los estados donde se
hallan en vigencia las leyes prohibitivas el pueblo adquiere con sus magras
ganancias, licores adulterados y se embriaga en su casa. Como todos bien saben,
la ley de prohibición de los alcoholes no es más que una farsa. Esta, como
otras empresas e iniciativas del puritanismo, trata solamente de hacer más
virulenta la perversión, el mal, en la criatura humana. En ningún sitio se
encuentran tantos borrachos como en las ciudades donde rige el régimen
prohibitivo. Pero mientras se pueda usar siempre caramelos perfumados para
despistar el tufo alcohólico de la hipocresía todo irá bien. Si el propósito
ostensible de esa ley prohibitiva es oponerse al expendio de los licores por
razones de salud y economía, su espíritu siendo anormal, no hace más que dar
resultados anormales creando una vida de anormalidades y de aberración.
Todo estímulo que excita ligeramente la imaginación e
intensifica las funciones del espíritu, es necesario, como el aire para el
organismo humano. A veces vigoriza el cuerpo y agranda nuestra visión, sobre la
fraterna cordialidad universal de los seres humanos. Por otra parte, sin los
estimulantes de una forma o de otra es imposible la labor creadora, ni tampoco
ese tolerante sentido de la bondad y de la generosidad. El hecho de que algunos
hombres de genio hallaron su inspiración en el cáliz de cualquier excitante y
abusaron también de ellos, no justifica que el puritanismo intente amordazar
toda la gama de las emociones humanas. Un Byron y un Poe activaron de tal modo
las fibras más nobles de la Humanidad, que ningún puritano llegará, ni cerca, a
realizar ese milagro. Este último le dio a la vida un nuevo sentido y la vistió
de colores maravillosos; el primero tornó el agua en sangre viviente y roja; la
vulgaridad en belleza y en deslumbrante variedad lo uniforme, lo monótono.
En cambio, el puritanismo, en cualquiera de sus
expresiones no es más que un germen ponzoñoso. En la superficie podrá parecer
fuerte y vigoroso; pero el veneno, el tóxico letal obrará por dentro, hasta que
su entera estructura sea derribada. Todo espíritu libre convendrá con Hipólito
Taine en que el puritanismo es la muerte de la cultura, de la filosofía y de la
cordialidad social; es la característica de la vulgaridad y de lo tenebroso.