Por René Chaughi.
Dos seres, un hombre y una
mujer, se aman. ¿Acaso pensamos que serán lo suficiente discretos para no
pregonar de casa en casa el día y la hora en que...? Pensamos mal. Esta gente
no parará hasta que hayan participado a todo el mundo sus propósitos:
parientes, amigos, proveedores y vecinos recibirán la confidencia. Hasta
entonces no creerán permitida la “cosa”. Y no hablo de los matrimonios de
interés, en los que la inmoralidad es flagrante desde un principio; me ocupo
del amor, y veo que, lejos de purificarlo y darle una sanción que no ha
menester, el matrimonio lo rebaja y lo envilece.
El futuro esposo se dirige
al padre y a la madre y les pide permiso para acostarse con su hija. Esto es ya
de un gusto dudoso. ¿Qué responden los padres? Deseosos de asimilar su hija a
esas damas tan necias, ridículas y distinguidas como ricas, quieren conocer el
contenido de su portamonedas, su situación en el mundo, su porvenir; en una
palabra, saber si es un tonto serio. No hay otra expresión mejor para calificar
a este tratante.
Veamos a nuestro joven
aceptado. No pensemos que la serie de inmoralidades está cerrada: no hace más
que comenzar. Desde luego, cada uno va en busca de su notario, y tienen
principio, entre las dos partes, largas y agrias discusiones de comerciante en
las que cada uno quiere recibir mucho más de lo que da; dicho de otro modo: en
las que cada uno trata de hacer su negocio. La poca inclinación que los dos
jóvenes pueden sentir el uno por el otro, los padres parecen empeñarse en
desvanecerla, emporcándola y ahogándola bajo sórdidas preocupaciones de lucro.
Después vienen las amonestaciones en las que se hace saber, a son de trompetas,
que en tal fecha el señor “X” fornicará, por primera vez, con la señorita “Y”.
Pensando en estas cosas, uno
se pregunta cómo es posible que una muchacha reputada y púdica pueda soportar
todo esto sin morirse de vergüenza. Pero es, sobre todo, el día de la boda, con
sus ceremonias y costumbres absurdas, lo que encuentro profundamente inmoral y,
digámoslo en una palabra, obsceno. Aparece la prometida arreglada –como los
antiguos adornaban a las víctimas antes de inmolarlas sobre el altar– con
vestimentas ridículas; esa ropa blanca y esas flores de azahar forman un
símbolo completamente fuera de lugar: fijan la atención sobre el acto que se va
a realizar y se hacen insistentes de una manera vergonzosa.
¿Hablaré de los invitados?
¿De su modo de vestir tan pretenciosamente abobado, sus arreos tan risibles
como enfáticos, sus maneras pomposas y tontas, sus juegos de una fealdad extraordinaria?
¿Enumeraré todas estas gentes estiradas, empomadas, acicaladas, enfileradas,
apretadas, rizadas, embutidas en sus vestimentas, los pies magullados en
estrechas botinas, las manos comprimidas por los guantes, el cogote molido por
el cuello postizo; todo este mundo preocupado de no ensuciarse, ansioso de
engullir, “hambrones”, como les dice el poeta, venidos con la esperanza de
procurarse una de esas comidas que forman época en la existencia de un hombre
gorrón?
¿Cómo pueden dos jóvenes
resolverse, sin repugnancia, a comenzar su dicha ante una decoración tan
abominablemente grotesca, a realizar su amor entre estas máscaras y en medio de
tan asquerosas caricaturas?
En la calle se corre para
verlos: totalmente son cómicos; las comadres asoman a las puertas, los
chiquillos gritan y corren. Cada uno procura ver a la desposada: los hombres
con ojos de codicia, las mujeres con miradas denigrantes; y, por todo, se oyen
soeces alusiones a la noche nupcial, frases de doble sentido que dejan entender
–¡oh, tan discretamente!– que el esposo no pasará mal rato. Y ella, pobre
muchacha, el dulce cordero, causa y fin de tan estúpidas bromas, cuyas tres
cuartas partes llegan a sus oídos, sin duda alguna, ¿se esconde en un rincón
del carruaje, tras la obesidad propicia de sus padres? ¡Oh, no! Ella,
entronizada descaradamente en su carruaje, se asoma a la ventanilla sonriente
para atraer la atención de la multitud. Y lo que la vuelve radiante de alegría,
mucho más que el amor del prometido y la legítima satisfacción fisiológica, es
considerarse mirada y envidiada; es poder eclipsar –aunque no sea más que por
un día– a las peor vestidas, burlarse de sus antiguas amigas que permanecen
solteras, crear en torno de sí celos y tristezas, en fin, ostentar esa ropa
impúdica que la ofrece a las risas del público y debían llenarla de vergüenza.
Bien considerado, todo esto es de un cinismo que subleva.
Después, en la alcaldía,
donde oficia un señor cualquiera, sin otro prestigio que la ostentación de una
banda azul, blanca y roja. Tras la desolante lectura de algunos artículos de un
código idiota, humillante e insultante para la dignidad de los dos seres a
quienes se aplican, el individuo de la banda patriótica pronuncia una elocución
vulgar, pedestre, y todo está terminado. He ahí nuestros dos héroes unidos
definitivamente. Sin esa algarabía preliminar, la fornicación de esta noche
habría sido una cosa impropia y criminal; pero gracias, sin duda, a las
palabras mágicas del hombre de la banda tricolor, ese mismo acto es una cosa sana
y normal... ¡Qué digo!, un deber social. ¡Oh, misterio ante el cual aquello de
la Trinidad no es más que un juego de niños!
Por mi parte hubiera creído
todo lo contrario. Me parece que un joven y una muchacha que por primera vez se
deciden a ejecutar el acto sexual, antes hubieran procurado evitar la
publicidad. El acto sexual, aun efectuado de incógnito, no deja de producir
molestias; con mayor motivo ante testigos. Parece que esto es inmoral, y que lo
moral, noble y delicado es ir a hacer confidencias a un cagatintas gracioso,
obtener un permiso, hacerse inscribir y numerar en un registro, como los
caballos de carrera cuya descendencia se vigila o el rebaño que se cruza
sabiamente.
¿Cómo no ver que si el
Estado requiere estas formalidades ultrajantes es sólo por propio interés, a
fin de no perder de vista a sus contribuyentes, de conservarlos en el espíritu
de obediencia y de poder echar mano fácilmente sobre los futuros vástagos? Es
preciso estar inscrito en alguna parte; y si no es en la Alcaldía, será en la
Prefectura de Policía. En lista, siempre en lista; no escapamos. El matrimonio
es un medio de esclavizar más a los hombres. Defendedle, pues, como instrumento
de dominación, como sostén del orden actual si queréis. Pero no habléis de
moral.
El cortejo se forma para ir
a la iglesia. La sanción que el matrimonio civil no ha podido otorgar a la
unión de dos jóvenes, ¿la dará el matrimonio religioso? Sí, si ellos creen en
un Dios y ven en el sacerdote su representante terrestre. En tal caso nada hay
que decir. Esto admitido, puede admitirse encima todo cuanto se quiera, y es
preciso no extrañarse de nada.
Pero no ocurre así la
mayoría de las veces. Algunos no ponen los pies en ninguna iglesia después de
la primera comunión. Y si entran hoy, es para hacer como los demás: por
conveniencia y, sobre todo, para que la ceremonia sea más bella, la fiesta más
completa; para ejecutar su ejercicio ante una luz más viva aún, más brillante.
Durante la misa, las damas
murmuran, secretean, ordenando los pliegues de sus vestidos, procurando hacer
valer sus gracias y salpicándose mutuamente, haciendo carantoñas bajo las
miradas libidinosas de los hombres. Éstos, mirando de soslayo, lanzan frases
gordas, sintiendo impaciencia por cargar con tales mujeres. Y mientras el cura
con cara socarrona amonesta a los nuevos esposos, el sacristán ataca a los
bolsillos de los asistentes.
Los jóvenes esposos han
comenzado su unión mintiéndose a sí mismos y mintiendo a los demás, aceptando
una fe que no es la suya, prestando el apoyo de su ejemplo a creencias que
ellos juzgan quizá perjudiciales, seguramente erróneas y de las que se reirán
entre bastidores. Este bonito debut de existencia en la mentira y la hipocresía
parece ser la sanción definitiva de su unión, el sello misterioso que la
proclama santa e irrevocable. Esta moral es para nosotros el colmo de la
inmoralidad. Guardaos de ella.
Una vez hartos los
invitados, toman de nuevo los coches, a fin de exhibirse por última vez ante el
público: “Miren bien a la desposada vestida de blanco, señoras y caballeros;
todavía es pura; pero esta noche dejará de serlo. Es aquel joven gallardo quien
se encarga de ello. Séquense los ojos, que nada cuesta”. Por un momento se los
invitará a palpar. Todos los viandantes se animan ante la vista de esta bestia
curiosa... que sueñan poseer. ¿De cuánta inconciencia debe estar dotada una
muchacha para aguantar eso sin saltarle el corazón?
La jornada, tan bien
comenzada, acaba aún mejor. Se preludia el ayuntamiento de cuerpos, por medio
de una costumbre gráfica general. Algunos, en vista de la boda, ayunan muchos
días. Se atiborran. El exceso de nutrición y de vinos hincha el rostro, inyecta
los ojos, embrutece más los cerebros; los estómagos se congestionan y también
los bajo vientres. En un acuerdo tácito, todos los pensamientos convergen hacia
la obra de reproducción; las conversaciones se vuelven genitales. Con velada
frase se reproduce la buena picardía de nuestros padres; toda la deliciosa
pornografía que floreció bajo el sol de Francia triunfa de nuevo. Las risas se
mezclan a los eructos de la digestión penosa. Y todos los ojos acechan
ávidamente la sofocación creciente de las mejillas de la esposa. En vano. La
casta muchacha de frente pura parece tan desahogada ante esta ignominia como un
viejo senador en una casa de citas. No chista.
Y gracias que a los postres
no venga algún cuplé picaresco a excitar de nuevo el erotismo de los convidados
y se haga necesario, en casa de la desposada, un simulacro de confusión. Parece
como que se quiere envilecer, a los ojos de los nuevos esposos, la función por
la cual se han unido; parece que quieren volverla más bestial de lo que ella es
en sí, como si fuese necesario que su realización se acompañe de una
indigestión, como si fuese indispensable que una tan delicada e importante
revelación se inaugurase ante una asamblea de borrachos.
¡Ah! Mira, desgraciada, mira
todas estas gentes honradas que devuelven por la boca el exceso de comida con
que se atragantaron. Éstas son las personas virtuosas que profesan una moral
rígida. Están casados también; sus juergas han recibido la sanción legal y el
sello divino; también los monos deformes que ellos engendran son de una
cualidad superior a la de los demás. Míralos: éste de aquí tiene toda una
progenitura en la ciudad; el otro se hace fabricar sus herederos por el vecino
de encima; el señor y la señora “X” se arañan diariamente; aquéllos están
separados, éstos divorciados; este vejete compró a buen precio a esa hermosa
muchacha; este joven se casó con esa vieja por su dinero; en cuanto a aquel
matrimonio de allá, todos saben que prospera, a pesar de ser tenido por modelo,
gracias a las escapadas de la esposa y a los ojos, complacientemente cerrados,
del marido. Y es, quizás, el me nos repugnante de todos, puesto que, al menos,
esos dos se entienden perfectamente. Pero todas estas gentes son honradas;
todas ellas se han hecho inscribir. Sus porquerías han recibido el visto bueno
del hombre de la banda tricolor y del hombre de la sobrepelliz. Por eso son
bien recibidos en todas partes, mientras que las puertas se cierran para
aquellos que han cometido la torpeza de amarse lealmente, sin número de orden y
sin ceremonia alguna. ¡La cámara nupcial...!
Teóricamente, la desposada
nada sabe del misterio de los sexos; ignora el fin verdadero, único, del
matrimonio. Si sabe alguna cosa, es fraudulentamente y en menosprecio de las
indicaciones maternales. ¿Qué vale, pues, este “sí” que ha dado ante una
demanda cuya entera significación desconoce? ¿Qué caso hacen, pues, de su personalidad
en todo esto, disponiendo de su cuerpo sin su consentimiento, al dejarla, ángel
de candor, flor de pureza, entre los brazos de un pimiento sobreexcitado e
inconsciente? ¡Qué! ¿Ustedes le darán vuestra hija a un individuo cualquiera,
que apenas los conoce, quizá plagado de vicios extraños, en el que la educación
carnal, sexual, se ha hecho quién sabe dónde; ustedes la abandonarán para que
hagan de ella su fantasía secreta, y eso sin prevenirla? ¡Pues esto es
monstruosamente abominable! ¡Pues esto es una esclavitud peor que las otras,
más infamante y más horrorosa que ninguna! ¿Qué puede haber más forzado para
una mujer que ser poseída a pesar suyo? ¿El acto sexual no es, según que se
consienta o no, la más grande alegría de las alegrías o la más grande de las
humillaciones?
¡Ah, si la libertad está de
acuerdo con la moral, debe existir en la cuestión del amor o en parte alguna!
Este matrimonio no es más que una violencia pública preparada en una orgía.
(*) Texto publicado en la
antología El amor libre: la revolución sexual de los anarquistas, Rodolfo
Alonso Editor, Buenos Aires, 1973.