miércoles, 1 de junio de 2016

Feminófobos y feminófilos




Por María Lacerda de Moura.
 
 
 
Existe un buen número de anarquistas que consideran en­fáticamente a Kropotkin como a su correligionario y que, en lo que concierne a la esclavitud sexual y amorosa de la mujer, aún están en la luna. Creen, los infelices, que la mujer no es ni debe ser soberana de su cuerpo, sino que su rol estriba en someterse a los caprichos del hombre, concretamente, pertenecer sola y exclusivamente a un solo hombre. No se dan cuenta que opi­nando y accionando así, su manera de proceder es la misma absolutamente que la de los partidarios del matrimonio legal, religioso o civil, siendo que la unión monógama y la familia “indestructible” son la base y el sostén de la Religión, del Esta­do y de la Propiedad Privada.
Me ha sido dado el escuchar a algunos, como Draper y Cantu, cuando hacían el elogio del matrimonio -entendiendo que se trataba del casamiento libre- y atacar el “celibato liber­tino y la facilidad de las afecciones venales”, censurando a los que prefieren la variedad amorosa a “¡las alegrías inocentes del hogar!”. Edificante lenguaje en la boca de un “ácrata”, ¿no es verdad? Y sin embargo, los que así se expresan forman le­giones. A ellos puede aplicarse esta frase lapidaria: “son libertarios que tienen las ideas de mi abuela”.

Examinemos todo esto en detalle. ¿Qué es el casamiento libre? ¿Es que acaso ese sistema de unión no posee todos los inconvenientes y defectos del matrimonio legal, con la excep­ción del ceremonial? ¿O es que no constituye un monopolio amoroso y una cárcel para la mujer?

¿Qué quiere decir “afección venal”? Lo que es afección no puede ser venal. ¿Es que darse libremente a varios hombres a causa de predilecciones sentimentales, de afinidades electivas o por otro motivo cualquiera -desde el momento en que el afec­to juega su rol- implica “venalidad”? Sostener tal cosa es aunarse con la crítica rancia, caduca e indigna de los hombres modernos.

¿Y qué pensar de las risibles frases que algunos emplean contra el divorcio, el concubinato y la poligamia? ¿Es que aca­so no provocan la hilaridad por lo que contienen de espíritu católico o judaico? ¿No se reconoce en ellas el lenguaje farisai­co, hipócrita, del burgués religioso, que cree en Dios, y que es gran gloria para él ser un ciudadano modelo?

¿Es que el ideal anarquista de esa categoría de libertarios excluiría a las mujeres del usufructo de la libertad? ¿Es que la libertad soñada por los “ácratas” de esta escuela sólo es para uso de los hombres? No se puede negar que el prejuicio de una moral diferente para cada sexo no sea una idea profundamen­te arraigada en el subconsciente de la mayoría de los hombres, los cuales se consideran como seres superiores, propietarios absolutos de las individualidades femeninas.

“Catalina II cambiaba de amantes como de camisa”, decía uno de esos “ácratas” a quienes escandalizan los actos de liber­tad sexual. Y yo digo a mi vez: ¿acaso los hombres se privan de hacer la misma cosa? Que se ataque a esa mujer como empera­triz, como encarnación del poder coactivo y despótico ¡muy bien! Pero como mujer era tan libre como cualquier otra para reivindicar el goce de todos sus derechos de animal de la escala zoológica y de ser humano, soberana de sí misma, de su vida, de sus sueños, de sus ideas y de su cuerpo.

Además, es realmente vergonzoso el ver a ciertos ruidosos “defensores de la libertad” cuando olvidan el dar la mano a la mujer para que ésta camine a su lado hacia el advenimiento de la sociedad futura. “Defensores” que desprecian aún el trabajo serio y positivo de la educación para sumergirse en el uso y abuso de la violencia.

Paralelamente, otros hombres -menos imbuidos del libertarismo verbal, menos partidarios de la libertad absoluta sólo para los hombres- sienten en carne propia todo el ridículo y todo el sufrimiento de la mujer abandonada y olvidada. Sin arbolar tal o cual pomposa etiqueta, estos últimos le ofrecen la mano no como gesto protector y caritativo, sino movidos por una reflexión de sinceridad ética en un equilibrio total de valo­res mentales, como si tratasen de expiar los errores en donde se encuentran sumergidos sus hermanos en masculinidad.

Entre estos hombres modestos -modestos porque no bus­can la notoriedad- pero amantes de la justicia y la libertad para todos, que no dan importancia alguna a las etiquetas, a los credos, a los partidos y a los programas metafísicos, que se entregan por completo al trabajo fecundo y positivo de reali­zar el nivel femenino, a fin de que sea la madre la que eduque y forme a los niños, haciendo realidad todas las aspiraciones y suspiros de los hombres, los cuales, sin la rica cooperación de la mujer, no pasarán de ser meras quimeras y simples utopías; entre esos hombres, me place repetir, es preciso señalar a uno de los más notorios, no por su renombre -que es mediocre-, sino por la audacia de sus concepciones, el atrevimiento de sus tesis y sobre todo por la amplitud de sus vistas para estudiar la libertad sexual y amorosa. Me refiero al pensador español San­tiago Valentí Camp, espíritu fértil y profundo, a quien la críti­ca no ha hecho aún justicia, pero a quien debemos dirigir el homenaje de nuestra simpatía, de nuestro afecto y de nuestra gratitud, no sólo nosotras las mujeres -aunque seamos las más favorecidas por este paladín de la libertad- sino todos los hom­bres que aspiran de verdad a una Humanidad mejor y que com­prenden el rol importante que incumbirá a la mujer en la trans­formación social.

Especialmente las dos últimas producciones de Valentí Camp, Las reivindicaciones femeninas y La mujer frente al amor y frente a la vida, son obras magistrales de sociología feminis­ta, en donde se ven conclusiones que no han sido alcanzadas aún por ningún escritor. La segunda de esas obras, en particu­lar, constituye una verdadera apología del amor y del sexo li­berados de toda trama. En ella se analizan las más modernas teorías de la libertad amorosa sostenidas por autores de van­guardia, como E. Armand, Havelock Ellis, Ellen Key, Bertrand Russell, Han Ryner, y se consagra una muy especial atención al amor plural.

Yo considero que el anarquista feminófobo, el que no se preocupa de obtener el concurso de la mujer o el que no da importancia a su acción, no solamente se engaña, sino que re-presenta un enemigo inconsciente de la emancipación huma­na. Y reafirmo una vez más que es -más aún que los partida­rios del matrimonio indisoluble- un obstáculo al progreso éti­co de la Humanidad el individuo que, a pesar de su “libertarismo”, se encarniza en monopolizar el usufructo de un amor, el que sujeta y contiene las expansiones sexuales fe­meninas, imponiendo a la mujer un amor único, uniforme para toda la vida cuando él gusta de todos los placeres. Representan un obstáculo aún más temible que los adversarios con los cua­les se puede librar batalla en todo momento, aquellos que, es­condidos bajo un manto de “libertarismo”, contribuyen a sos­tener, bajo otro nombre, todos los vicios, todas las injusticias, todas las perversidades de la sociedad actual sin que nos sea posible combatirlos eficazmente.

¡Oh amigos míos! Mientras la mujer se encuentre excluida de las ansiedades masculinas, mientras no le hayáis dado los medios de alcanzar vuestro propio nivel y no le hayáis manifestado una confianza absoluta, los niños que ella eduque ado­lecerán de sus mismos defectos: serán caprichosos, irreflexivos, conformistas y, en cada generación, será de nuevo necesario recomenzar la obra transformadora. Pero si el sexo fuerte com­parte todas las inquietudes masculinas, si se ve honrado con la confianza y la camaradería del hombre, entonces las nuevas generaciones se remontarán sobre las actuales en savia renova­dora y serán capaces de realizar esa transformación que, desde hace tantos siglos, constituye nuestra esperanza.

Y que se tenga bien en cuenta que la incorporación de la mujer a las acciones y a las luchas masculinas no será efectiva mientras exista el monopolio del amor. La cooperación feme­nina no podrá ser absoluta mientras subsista la menor huella de restricción sexual.