miércoles, 24 de febrero de 2016

Los principios del Anarquismo



Por Lucy Parsons.

Estados Unidos, 1890.



Compañeros y Amigos:


Creo que no puedo abrir mi ponencia más apropiadamente que señalando mi experiencia en mi larga conexión con el movimiento de reformas.

Fue durante la gran huelga ferroviaria de 1877 que por vez primera me interesé en lo que se conoce como la “Cuestión del Trabajo.” Más tarde pensé, como muchos miles de personas sinceras y empeñosas lo piensan, que el poder acumulado que opera en la sociedad humana, conocido como gobierno, podía ser un instrumento en las manos de los oprimidos para aliviar sus sufrimientos. Pero un estudio más cuidadoso del origen, la historia y la tendencia de los gobiernos, me convenció de que esto era un error; llegué a comprender cómo los gobiernos organizados usan su poder concentrado para retardar el progreso a través de sus medios, siempre a mano, de silenciamiento de la voz de descontento que se eleva en protesta vigorosa contra las maquinaciones de los pocos conspiradores, los que siempre han, siempre habrán y siempre deben dominar en los concejos de las naciones, donde la regla de la mayoría es reconocida como el único medio para ajustar los asuntos del pueblo. Llegué a comprender que tal poder concentrado puede siempre ser detentado por el interés de los pocos y a expensas de los muchos. El gobierno, en su último análisis, es este poder reducido a una ciencia. El gobierno nunca conduce; sino que sigue al progreso. Cuando la prisión, la hoguera y el cadalso ya no pueden silenciar la voz de la protesta, el progreso avanza un paso, pero no sino hasta entonces.

Señalaré esta contienda de otro modo: aprendí mediante cuidadoso estudio que no hace diferencia alguna las promesas que, por poder, hace al pueblo un partido político para asegurar su confianza. Una vez asegurado y establecido en el control de los asuntos de la sociedad que perseguían, son, después de todo, humanos con todos los atributos humanos del político. Entre éstos están: Primero, permanecer en el poder ante todo; de no ser individualmente, lo harán entonces aquellos que sostienen esencialmente las mismas opiniones, pues la administración debe mantenerse bajo control. Segundo, para seguir en el poder, es necesario construir una poderosa máquina, lo suficientemente fuerte como para demoler toda oposición y silenciar todo vigoroso murmullo de descontento, o la máquina partidaria podría ser demolida y el partido por ende perder el control.

Cuando llegué a comprender estas faltas, fallas, desventajas, aspiraciones y ambiciones de hombres falibles, concluí que no sería la más segura ni la mejor política para la sociedad como un todo, confiar el manejo de todos sus asuntos, con sus múltiples desviaciones y ramificaciones, en las manos de hombres limitados, y que fuesen manejados por el partido que ocurre que llegó al poder y que por lo tanto fue el partido mayoritario. Y tampoco hizo entonces, ni hace ahora siquiera una partícula de diferencia para mí qué pueda prometer, por poder, un partido; ello no apacigua mis temores frente a lo que un partido, cuando está arraigado y sentado con seguridad en el poder, puede hacer por demoler a la oposición, y por silenciar la voz de la minoría y por ende retardar el paso siguiente hacia el progreso.

Mi mente se paraliza ante el pensamiento de que un partido político tenga el control de todos los detalles que componen la suma total de nuestras vidas. Piensen en ello por un instante: que el partido en el poder tenga toda autoridad de dictar el tipo de libros que ha de usarse en las escuelas y universidades; que funcionarios de gobierno editen, impriman, y hagan circular nuestra literatura, nuestra historia, las revistas y la prensa; y qué decir de las mil y una actividades de la vida en las que un pueblo se embarca en una sociedad civilizada.

A mi mente, la lucha por la libertad es demasiado grande y los pocos pasos que hemos dado han sido obtenidos con demasiado sacrificio para que la gran masa del pueblo de este siglo veinte consienta en darle a cualquier partido político el manejo de nuestros asuntos sociales e industriales. Todos aquellos que estén de algún modo familiarizados con la historia saben que los hombres abusarán del poder cuando lo posean. Por estas y otras razones, yo, tras cuidadoso estudio, y no por sentimentalismo, pasé desde ser una sincera, empeñosa, socialista política a la fase no-política del socialismo, el anarquismo, puesto que en su filosofía creo que puedo hallar las condiciones apropiadas para el máximo desarrollo de las unidades individuales en la sociedad; lo que nunca podrá ser bajo restricciones gubernamentales.

La filosofía del anarquismo está incluida en la palabra “Libertad”; sin embargo es lo suficientemente comprehensiva como para incluir todo lo demás que sea conducente al progreso. Ninguna barrera al progreso humano, al pensamiento, la investigación, es puesta por el anarquismo; nada es considerado tan verdadero o tan cierto, como para que futuros descubrimientos no puedan probarlo falso; por ello, tiene solo una consigna infalible e inalterable, “Libertad.” Libertad de descubrir toda verdad, libertad de desarrollarse, de vivir naturalmente y plenamente. Otras escuelas de pensamiento se componen de ideas cristalizadas — principios que se atrapan y se ensartan entre las planchas de largas plataformas, y se consideran demasiado sagradas para ser perturbadas por una investigación cuidadosa. En todos los demás “asuntos” siempre hay un límite; alguna línea fronteriza imaginaria tras la cual la mente que busca no se atreve a penetrar, por temor a que alguna preciada idea se desvanezca como un mito.

Pero el anarquismo es la ciencia guía — el maestro de ceremonias de todas las formas de verdad; éste quitaría toda barrera entre el ser humano y el desarrollo natural: de los recursos naturales de la tierra, toda restricción artificial para que el cuerpo pueda nutrirse, y de la verdad universal, toda barrera de prejuicio y superstición, para que la mente pueda desarrollarse simétricamente.

Los anarquistas saben que un largo período de educación debe preceder a todo gran cambio fundamental en la sociedad, por ello no creen en mendigar votos, ni en campañas políticas, pero sí en el desarrollo de individuos con pensamiento autónomo.

Buscamos alivio lejos de los gobiernos, porque sabemos que la fuerza (legalizada) invade a la libertad personal del hombre, se aprovecha de los elementos naturales e interviene entre el hombre y las leyes naturales. Desde este ejercicio de fuerza de los gobiernos fluye casi toda la miseria, la pobreza, el crimen, y la confusión existente en la sociedad.

Entonces, percibimos, que hay barreras reales, materiales, que bloquean el camino. Éstas deben ser removidas. Si se pudiese, quisiéramos que se desvanecieran, o que se hicieran nada mediante votos u oraciones, y estaríamos contentos con esperar y votar y orar. Pero estas barreras son como grandes rocas amenazantes erigidas entre nosotros y la tierra de la libertad, mientras los oscuros abismos de un reñido pasado se abren tras nuestro. Derruidas han de estar por su propio peso y el desgaste del tiempo, pero pararnos bajo ellas tranquilamente hasta que caigan será enterrarse en el desplome. Hay algo que hacer en un caso como este — las rocas deben ser removidas. La pasividad, mientras la esclavitud nos hurta, es un crimen. Por el momento debemos olvidar que somos anarquistas — cuando la obra se logre podremos olvidar que somos revolucionarios. Por eso la mayoría de los anarquistas cree que el cambio que viene puede solo resultar de una revolución, porque la clase poseedora no cederá a que un cambio pacífico ocurra; aún así estamos dispuestos a trabajar por la paz a todo precio, excepto por el precio de la libertad.

¿Y qué hay del fulgor del más allá, tan luminoso que quienes muelen los rostros de los pobres dicen que es un sueño? No es ningún sueño, es lo real, desnudo de distorsiones cerebrales materializadas en tronos y cadalsos,  mitras y armas. Es la naturaleza realizando leyes en su propio interior como en todas sus otras asociaciones. Es un retorno a primeros principios; pues ¿no eran la tierra, el agua, la luz, todo libre antes que los gobiernos tomaran molde y forma? En esta condición libre olvidaremos pensar nuevamente en estas cosas como “propiedad.” Es real, pues nosotros, como especie, crecemos hacia ello. La idea de menos restricción y más libertad, y de una fiada confianza en que la naturaleza equivale a su obra, penetra a todo el pensamiento moderno. Desde el año oscuro — no hace mucho — en que se creía en general que el alma del hombre era totalmente depravada y todo impulso humano era malo; en que todo acto, todo pensamiento y toda emoción era controlada y restringida; en que a la constitución humana enferma, se le sangraba, se le dosificaba, se le sofocaba y se le mantenía tan lejos de los remedios naturales como fuera posible; en que la mente era tomada y distorsionada antes de que tuviese el tiempo de evolucionar hacia un pensamiento natural — de aquellos días hasta estos años de progreso de esta idea, todo ha sido rápido y constante. Se está haciendo más y más aparente que en toda forma somos “mejor gobernados cuando somos menos gobernados.”

Aún insatisfecho quizás, el investigador busca detalles, vías y medios, y por qué y de dónde. ¿Cuán mal estamos como seres humanos comiendo y durmiendo, trabajando y amando, intercambiando y tratando, sin gobierno? Tan habituados nos hemos vuelto a la “autoridad organizada” en todo departamento de la vida que de ordinario no podemos concebir ni que los más comunes pasatiempos se lleven a cabo sin su interferencia y “protección”.

Pero el anarquismo no está obligado a delinear una completa organización de la sociedad libre. Hacerlo bajo cualquier supuesto de autoridad sería poner otra barrera en el camino de las generaciones venideras. El mejor pensamiento hoy podría volverse un inútil antojo mañana, y cristalizarlo en un credo es volverlo inmodificable.

Juzgamos desde la experiencia que el hombre se un animal gregario, y que se afilia instintivamente con sus amables co-operantes, se une en grupos, trabaja para mejor beneficio en combinación con sus semejantes que solo. Esto apuntaría a la formación de comunidades co-operativas, de las que nuestros sindicatos del presente son patrones embrionarios. Cada rama de la industria tendrá sin duda su propia organización, regulación, líderes, etc.; instituirá métodos de comunicación directa con cada miembro de aquella rama industrial en el mundo, y establecerá relaciones equitativas con todas las demás ramas.

Habría probablemente congresos industriales a los que atenderían delegados, y donde gestionarían tal asunto según fuese necesario, y al momento de levantar la sesión ya no serían delegados, sino simples miembros de un grupo. Seguir siendo miembros permanentes de un congreso continuo sería establecer un poder del que por cierto tarde o temprano se abusaría.

Ningún gran poder central, como un congreso consistente de personas que nada saben de las gestiones, intereses, derechos o deberes de sus componentes, estaría por sobre las diversas organizaciones o grupos; y tampoco se emplearían alguaciles, policías, cortes o gendarmes para forzar las conclusiones a las que se llegó en la sesión. Los miembros de los grupos podrían beneficiarse del conocimiento obtenido mediante el intercambio mutuo de pensamiento ofrecido por los congresos si así lo escogen, pero no estarán obligados a hacerlo mediante ninguna fuerza externa.
Los derechos adquiridos, los privilegios, las actas constitutivas, los títulos de propiedad, mantenidos por toda la parafernalia del gobierno — el símbolo visible del poder — como la prisión, el cadalso y los ejércitos no tendrán existencia. No puede haber privilegios comprados o vendidos, ni mantener sagrada la transacción a punta de bayoneta. Toda persona se parará sobre igual base con su hermano en el correr de la vida, y ninguna cadena de sumisión económica ni ningún freno metálico de superstición ha de incapacitar a uno para ventaja del otro.

La propiedad perderá cierto atributo que la santifica ahora. La propiedad absoluta de aquel — “el derecho de usar y abusar” — será abolida, y la posesión, el uso, será el único título. Se verá cuán imposible sería que una persona fuese “dueña” de un millón de acres de tierra, sin un título de propiedad respaldado por un gobierno dispuesto a proteger el título contra todo peligro, incluso ante la pérdida de miles de vidas. No podrá esa persona usar el millón de acres, y tampoco podría arrebatar de sus profundidades los recursos posibles que contiene.

Las personas se han habituado tanto a ver los indicios de autoridad en todo que la mayoría cree honestamente que se tornarían completamente hacia el mal si no fuese por el garrote del policía o la bayoneta del soldado. Pero el anarquista dice, “Quiten estos indicios de fuerza bruta, y dejen que las personas sientan las influencias revivificantes de la responsabilidad por sí mismo y el control de sí mismo, y vean cómo responderemos a estas mejores influencias.”

La creencia en un lugar literal de tormento se ha casi desvanecido, y en vez de los funestos resultados pronosticados, tenemos un estándar más elevado y más verdadero de masculinidad y feminidad. A las personas no les interesa ir hacia el mal cuando sienten que tanto pueden hacerlo como no. Los individuos son inconscientes de sus propios motivos para hacer el bien. Al actuar sus naturalezas de acuerdo a su entorno y a sus condiciones, aún creen que son mantenidos en el camino correcto por algún poder externo, por alguna restricción arrojada a ellos por la Iglesia o el Estado. De modo que el objetor cree que con el derecho a rebelión y a escindirse, sagrados para él, estaría por siempre rebelándose y escindiéndose, creando así constante confusión y agitación. ¿Es probable que lo haga, por la mera razón de que puede hacerlo? Los seres humanos son en gran medida criaturas de hábito, y llegan a amar las asociaciones; bajo condiciones razonablemente buenas, se quedarían donde comenzaron, si así lo desearan, y, si no, ¿Quién tiene algún derecho natural para forzarle hacia relaciones que le son desagradables? Bajo el orden presente de los asuntos, las personas se unen a las sociedades y permanecen siendo miembros buenos y desinteresados de por vida, donde el derecho a retirarse es siempre concedido.

Por lo que nosotros los anarquistas luchamos es por una mayor oportunidad de desarrollar las unidades en la sociedad, que la humanidad pueda poseer el derecho, como ser sensato, a desarrollar aquello que es más amplio, más noble, más elevado y mejor; una oportunidad que no sea invalidada por ninguna autoridad centralizada, en la que se debe esperar que se firmen, se sellen, se aprueben y se le traspasen permisos antes de poder embarcarse en los activos propósitos de la vida con sus semejantes. Sabemos que después de todo, a medida que nos ilustremos más bajo esta mayor libertad, llegaremos a interesarnos menos y menos por la distribución exacta de la riqueza material, que, a nuestros sentidos nutridos por la codicia, parece ahora algo tan imposible de pensar sin cuidado. La mujer y el hombre de intelectos más nobles, en el presente, no piensan tanto en las riquezas a obtener por sus esfuerzos como en el bien que puedan realizar por sus criaturas semejantes. Hay un brote innato de acción saludable en todo ser humano que no ha sido aplastado y apretado por la pobreza y el arduo trabajo desde antes de nacer, que le impulsa hacia adelante y hacia arriba. No puede éste estar inactivo, aún si lo quisiese; es tan natural para él desarrollar, expandir, y usar los poderes en él cuando no son reprimidos, como para la rosa florecer a la luz del sol y arrojar su fragancia a la brisa que pasa.

Las más grandes obras del pasado nunca fueron realizadas exclusivamente por dinero. ¿Quién puede medir el valor de un Shakespeare, un Miguel Ángel o un Beethoven en dólares y céntimos? Agassiz dijo, que “no tuvo tiempo de hacer dinero,” hubo más elevados y mejores objetos en la vida que ese. Y así será cuando la humanidad se alivie del apremiante temor a la inanición, la carencia, y la esclavitud, se preocupará, menos y menos, de la apropiación de vastas acumulaciones de riqueza. Tales posesiones serían nada más que una molestia y un problema. Cuando dos o tres o cuatro horas al día de trabajo fácil y sano producirá todas las comodidades y lujos que uno pueda usar, y la oportunidad de trabajar nunca sea negada, las personas serán indiferentes respecto a quién posee la riqueza que no necesitan. La riqueza estará por debajo de lo aceptable, y se encontrará que hombres y mujeres no la aceptarán por pago, ni serán sobornados con ella para hacer lo que no harían a voluntad y naturalmente. Algún incentivo mayor debe sustituir, y sustituirá, a la codicia por oro. La aspiración involuntaria nacida en el hombre por hacer lo máximo de uno mismo, por ser amado y apreciado por los semejantes, por “hacer mejor al mundo por haber vivido en él,” le urgirá a por actos más nobles de lo que nunca lo ha hecho el sórdido y egoísta incentivo del beneficio material.

Si, en la presente lucha caótica y vergonzante por la existencia, en que la sociedad organizada ofrece un recargo por la codicia, la crueldad, y el engaño, se pueden encontrar personas que se desentienden y están casi solas en su determinación por trabajar por el bien en vez de por oro, quienes sufren carencias y persecución en vez de desertar a sus principios, quienes pueden caminar valientemente al cadalso por el bien que pueden hacer a la humanidad, ¿Qué podemos esperar de las personas al ser liberadas de la demoledora necesidad de vender lo mejor de ellas por pan? Las terribles condiciones bajo las que se realiza el trabajo, la espantosa alternativa si uno no prostituye el talento y la moral al servicio de la avaricia, y el poder adquirido con la riqueza obtenida por siempre tan injustos medios, se combinan para hacer de la concepción del trabajo libre y voluntario casi imposible. Y sin embargo, hay ejemplos de este principio aún hoy. En una familia bien criada cada persona tiene ciertos deberes, que son realizados gozosamente, y que no son medidos ni pagados de acuerdo a algún estándar pre-determinado; cuando los miembros se sientan a la mesa bien servida, el más fuerte no se lanza a obtener lo más posible mientras el más débil prescinde, ni reúne codiciosamente a su alrededor más comida de la que pueda consumir. Cada cual espera pacientemente y respetuosamente su turno para servirse, y deja lo que no quiere; tiene certeza de que cuando tenga hambre nuevamente habrá bastante comida. Este principio puede ser extendido a toda la sociedad, cuando las personas sean lo suficientemente civilizadas como para desearlo.

Nuevamente, la completa imposibilidad de otorgar a cada cual un retorno exacto por la cantidad de trabajo realizado hará del comunismo absoluto una necesidad tarde o temprano. La tierra y todo lo que contiene, sin la cual el trabajo no puede realizarse, no pertenecen a persona alguna, sino a todos por igual. Las invenciones y descubrimientos del pasado son la herencia común de las generaciones venideras; y cuando una persona tome el árbol que la naturaleza provee gratis, y la torne en un artículo útil, o una máquina perfeccionada y legada a ella por muchas generaciones pasadas, ¿quién va a determinar qué proporción es suya y solo suya? El hombre primitivo habría estado una semana haciendo un tosco parecido al artículo con sus burdas herramientas, donde el trabajador moderno ha ocupado una hora. El artículo terminado es de mucho mayor valor real que el tosco hecho hace mucho tiempo, y sin embargo el hombre primitivo se esforzó por más largo y más duro. ¿Quién puede determinar con justicia exacta cuánto se le debe a cada cual? Debe llegar un momento en que dejemos de intentarlo. La tierra es tan pródiga, tan generosa; el cerebro humano es tan activo, las manos tan inquietas, que la riqueza brotará como magia, lista para el uso de los habitantes del mundo. Nos avergonzaremos tanto de pelear por su posesión como ahora lo hacemos al reñir por la comida puesta ante nosotros en una mesa. “Pero todo esto,” urge el objetor, “es muy bonito en el futuro lejano, cuando seamos ángeles. No funcionaría hoy abolir los gobiernos y las restricciones legales; las personas no están preparadas para ello.”

Esta es una pregunta. Hemos visto, al leer la historia, que donde fuera que una antigua restricción haya sido removida las personas no han abusado de su nueva libertad. Una vez fue considerado necesario obligar a las personas a salvar sus almas con la ayuda de cadalsos gubernamentales, repisas de iglesias y hogueras. Hasta la fundación de la república americana era considerado absolutamente esencial que los gobiernos deban secundar los esfuerzos de la iglesia por forzar a las personas a atender a los medios de gracia; y sin embargo se encuentra que el estándar moral entre las masas se ha elevado desde que se les dejó libres de orar cuando quisieran, o de no hacerlo, si así lo prefieren. Se creía que los esclavos no trabajarían si el capataz y el látigo se quitasen; son tan más una fuente de ganancias ahora que los antiguos dueños de esclavos no volverían al antiguo sistema aunque pudiesen.

Tantos hábiles escritores han mostrado que las instituciones injustas que obran tanta miseria y sufrimiento sobre las masas tienen su raíz en los gobiernos, y deben toda su existencia al poder derivado del gobierno, que no podemos sino creer que si toda ley, todo título de propiedad, toda corte, y todo oficial de policía o soldado fuese abolido mañana de un barrido, estaríamos mejor que ahora. Las cosas reales, materiales, que el hombre necesita existirían aún; su fuerza y habilidad permanecería y sus inclinaciones sociales instintivas retendrían su fuerza; y con  los recursos vitales vueltos libres para todos, no se necesitaría fuerza alguna más que la de la sociedad y la de la opinión de los semejantes para mantenerles morales y honestos.

Libres de los sistemas que les hicieron antes miserables, es poco probable que se tornen más miserables por falta de éstos. Mucho más está contiene el pensamiento de que las condiciones hacen al ser humano como es, y no las leyes y las penas hechas para guiarles, más de lo que supone el pensamiento bajo la observación descuidada. Tenemos leyes, cárceles, cortes, ejércitos, armas y armerías suficientes como para hacer de todos unos santos, si es que fueran verdaderos preventivos contra el crimen; pero sabemos que no previenen el crimen; que la maldad y la depravación existen a pesar de ellos, es más, que aumentan a medida que la lucha entre clases se torna más fiera, la riqueza se torna mayor y más poderosa y la pobreza más sombría y desesperada.

A la clase gobernante los anarquistas dicen; “Caballeros, no pedimos privilegios, no proponemos restricción alguna; tampoco, por otra parte, lo permitiremos. No tenemos nuevas cadenas que proponer, buscamos la emancipación de las cadenas. No pedimos sanción legislativa, pues la cooperación solicita solo un campo libre y ningún favor; tampoco permitiremos su interferencia”. Se afirma que en la libertad de la unidad social yace la libertad de la condición social. Se afirma que en la libertad de poseer y utilizar el suelo yace la felicidad y progreso social y la muerte de la renta. Se afirma que el orden solo puede existir donde la libertad prevalezca, y que el progreso guía y nunca sigue al orden. Se afirma finalmente, que esta emancipación inaugurará la libertad, la igualdad, la fraternidad. Que el sistema industrial existente ya ha sobrepasado su utilidad, si es que alguna vez tuvo alguna como creo lo han admitido todos quienes le han dado un serio pensar a esta fase de las condiciones sociales.

Las manifestaciones de descontento avecinándose ahora desde todos lados muestran que la sociedad se conduce sobre principios errados y que algo debe hacerse pronto o la clase asalariada se hundirá en una esclavitud peor de la que fue la servidumbre feudal. Digo a la clase asalariada: Piensen con claridad y actúen con rapidez, o están perdidos. Paren no por unos cuántos céntimos más por hora, porque el precio de la vida subirá aún más rápido, paren por todo lo que trabajan, no se contenten con nada menos.